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Libros y alpargatas

El impostor de Javier Cercas. Opinan Laura Giussani C. y Hernán López Echagüe

Por Laura Giussani Constenla

“Yo no quería escribir este libro”. Así empieza ‘El Impostor’, de Javier Cercas. A confesión de parte relevo de pruebas. Desde un inicio se negó a hacerlo. Uno de sus grandes impulsores fue Vargas Llosa. “Este personaje es para tí”, le dijo en una amistosa cena regada de buen vino. Otro participante aprobó la idea porque dijo que nada mejor que un impostor para otro impostor y hubo risas. ‘Oh! seré un impostor?!’ se preguntaba el pobre Cercas. Qué duda, qué duda.

¿Por qué volver a traer a la primera plana uno de los escándalos más dolorosos para los militantes de Derechos Humanos? En el 2005 un historiador ignoto revelaba que Enric Marco Batlle, histórico militante por la memoria de los horrores cometidos por Franco y el Holocausto había inventado su detención en un campo de concentración alemán. Uno imagina que la lectura de El Impostor echará luz sobre el tema. Pero no.

Más de cuatrocientas páginas en las que se alternan los capítulos entre una increíble historia y las igualmente increíbles vacilaciones de Cercas para escribir ese libro que no quiso hacer. De la vida de Batlle solo sabemos lo que dice Cercas que dijo el Impostor a quien, claro, parece no creerle ni una palabra pero tampoco quiere o puede corroborarlas o desmentirlas. La entrevista con El impostor es lo más interesante del libro, una reconstrucción verosímil de la vida de un joven huérfano criado por un tío anarquista que participó activamente en la guerra civil española.

Por otro lado, la intromisiones de Cercas y sus desconocida personalidad de ’emo’ literario que se encuentra escribiendo lo que no quiso apela a el imperativo categórico de Kant, y la sanción absoluta a cualquier mentira, o a la reiteración de la frase de Faulkner sobre la ficción como estímulo vital mientras la realidad mata. De hecho, confiesa que estaba harto de realidad y tenía ganas de zambullirse en la ficción -sueño de todo gran escritor que quiere entrar en el Panteón de la literatura- como si realidad y ficción fueran cosas tan distintas.

Entre que estalló el escándalo en el 2005 y la fecha de publicación del Impostor en el 2014, pasaron nueve años en los que Javier Cercas pudo sacarse las ganas de escribir dos novelas, Anatomía de un Instante y Las Leyes de la Frontera, títulos que no han quedado en la memoria de muchos de sus lectores del modo en que lo hizo aquel maravilloso libro con el que se lo conoció mundialmente: ‘Soldados de Salamina’. Porque, sea dicho, Cercas es un gran escritor que maneja como pocos el arte de combinar diversos género.

La pregunta que formula el libro desde un inicio no es ¿por qué Batlle condimentó su historia de combate con una estadía en los campos de concentración nazi haciéndoles una herida incalculable a todas las víctimas reales del holocausto? No. Esa pregunta no tiene respuesta. Cercas se empeña, con poco éxito, en explicar porqué escribió un libro que no quería escribir. Quizás haya pesado la tentación de volver a vender un millón de ejemplares, o la insistencia de sus editores.

Compartimos el artículo escrito por López Echagüe para Canal Abierto sobre las peligrosas sentencias del libro en el que Javier Cercas llega a hablar entre de “industria de la Memoria” o de “chantaje del testigo”.

Conclusión: si no querés escribir un libro, mejor no lo hagas.

“El pasado, otra dimensión del presente”, por Hernán López Echagüe

Siempre es apropiado echar mano de un responsable, o, por qué no, de un instigador, cuando a la hora de ponerte a escribir te asalta una dosis de ofuscación o intemperancia. En este caso responsabilizo al escritor español, o extremeño, es decir, natural de la comunidad autónoma de Extremadura, Javier Cercas, y su libro “El impostor” (2014). Un libro que trata sobre Enric Marco Batlle, catalán que en estos días anda por los cien años y que supo fraguar buena parte de su vida al amparo de una fantasiosa recreación de sus pasos como destacado dirigente sindical anarquista, militante rabioso antifranquista y, entre otras cosas, acaso la más audaz, el falso relato de su deportación a Alemania y su posterior encierro y padecimientos en el campo de concentración nazi de Flossenbürg, en el Estado de Baviera, por el que nunca pasó. Y cosas por el estilo que en su momento le brindaron fama, fotos y distinciones honoríficas, tanto del gobierno español como de las principales universidades españolas y hasta francesas. Hasta aquí, todo bien, y todo mal. Enric Marco Batlle fue, es, un hombre por lo menos despreciable que se apropió de tenebrosas historias de personas que sí las sufrieron para hacerlas suyas y de ese modo ganar un prestigio de héroe español. Terrible, sin dudas. Por sobre todas las cosas porque para los negacionistas, no ya del holocausto, sino también para los negacionistas de las aberraciones cometidas por toda dictadura, su comportamiento ha sido pan fresco. Si este hombre ha inventado lo que inventó, y millones le han creído, ¿por qué no pensar que todo lo que han dicho y declarado ante tribunales las verdaderas víctimas del holocausto y de toda dictadura no ha sido otra cosa que puro cuento? En España, en Argentina. En todo rincón del mundo.

Un buen libro de ese género llamado literatura de no ficción, de más de cuatrocientas páginas, que uno comienza a devorar desde el inicio, aunque bien podrían haber sido no más de doscientas páginas. Las reiteraciones de citas y comentarios, y el empecinamiento del autor en establecer comparaciones de naturaleza psicológica y existencial entre la conducta de Enric Marco y, por ejemplo, Don Quijote de la Mancha, suena a palabrerío forzado y desprovisto de vuelo que, por momentos, opaca la narración. También, el continuo desasosiego que Cercas pretende hacernos creer que padece, ya en las primeras páginas, acerca de las consecuencias éticas, morales y demases que podría causar la publicación de un libro que, en definitiva, termina escribiendo y publicando. Vendió poco menos de un millón de ejemplares.

Pero Cercas cae, entre muchos otros, en un tropiezo a mi juicio equívoco y por momentos inescrupuloso, por no decir deleznable, que cubre de sombras buena parte de sus opiniones y argumentos: hacer hincapié, más de una decena de veces, en el florecimiento, tras la muerte de Franco y la transición hacia la democracia española, de lo que él denomina, con ofensiva impavidez, de una “industria de la memoria”Vamos, estimado Cercas. El término industria mueve de inmediato a pensar en todo tipo de actividad económica cuyo fin excluyente es convertir materias primas en productos que satisfagan las necesidades del hombre a cambio de un enriquecimiento habitualmente inmoral. Necesidades, por lo demás, muchas veces innecesarias pero alentadas por la obnubilación que causa la publicidad.

Memoria: capacidad de recordar; imagen o conjunto de imágenes de hechos o situaciones pasados que quedan en la mente.

Digamos, pues, y el propio Cercas se encarga de decirlo, que la llamada industria de la memoria sería una suerte de actividad malsana fundada en la producción de hechos y acontecimientos históricos en más de una oportunidad tergiversados o dramatizados con malicia para que la sociedad los consuma como si fueran bocados de dulce de leche, y, de tal modo, construya en su interior una historia controvertible.

En varios pasajes el palabrerío de Cercas trae a la memoria los arrebatos, tan comunes en estos pagos, de los irascibles negacionistas argentinos. Por caso, este fragmento de su artículo “El chantaje del testigo” que incluye en la página 276 del libro mencionado: “Cada vez que, en una discusión sobre historia reciente, se produce una discrepancia entre la versión del historiador y la versión del testigo, algún testigo esgrime el argumento imbatible: ´¿Y usted qué sabe de aquello, si no estaba allí?´ Quien estuvo allí –el testigo- posee la verdad de los hechos; quien llegó después –el historiador- posee apenas fragmentos, ecos y sombras de la verdad. Elie Wiesel, superviviente de Auschwitz y Buchenwald, lo ha dicho con un ejemplo: para él los supervivientes de los campos de concentración nazis ´tienen que decir sobre lo que allí pasó más que todos los historiadores juntos´, porque ´sólo los que estuvieron allí saben lo que fue aquello; los demás nunca lo sabrán´. Esto, me parece, no es un argumento: es el chantaje del testigo”. Ay, Cercas, ay Cercas. ¿A qué fuentes básicas debe recurrir todo historiador a la hora de ponerse a investigar sucesos y épocas históricas? Por ejemplo: escritas (cartas, crónicas, documentos oficiales, diarios, periódicos); orales (entrevistas, discursos, programas de radio); visuales (fotografías, pinturas, mapas, grabados, películas); etcétera, etcétera. ¿Y quiénes son, en su gran mayoría, los hacedores de esas fuentes? Testigos de los acontecimientos, Cercas. Testigos directos y también familiares, amigos, contemporáneos de esos testigos directos. A menos, desde luego, que caigamos en la creencia de que todo ese acervo ha caído del cielo.

Cierto es que en nuestro país, desde el retorno de la democracia y hasta estos mismísimos días, dirigentes políticos de uno y otro lado han hecho de la industria de la memoria una actividad macabra que muchas veces les ha proporcionado una inestimable renta política.

En una de sus obras situadas en la ficticia ciudad de Yoknapatawpha County, William Faulkner resumió mejor que nadie el peso de esta memoria: “El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado” (“The past is never dead. It’s not even past”).

En 1979, entrevistado por el periodista José Ignacio López acerca de los desaparecidos, Videla soltó una escabrosa respuesta: “Frente al desaparecido, en tanto esté como tal, es una incógnita. Si el hombre apareciera tendría un tratamiento X y si la aparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está… ni muerto ni vivo, está desaparecido”.

El pasado, en fin, no es más, ni menos, que otra dimensión del presente. El tiempo no pasa, no transcurre. Ni siquiera repta. A menudo la memoria se apoya en el marco de la puerta y nos espera. Aunque algunos consideren más sensato hacerla a un lado de un codazo y continuar, a las apuradas, de ojos cerrados, su insondable camino hacia el oscurantismo más abyecto.

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Orwell y la putrefacción de los libros, por Javier Borrás

Publicado en noviembre de 2016 en el portal de literatura Jot Down

Un libro viejo huele a moscas muertas, a polvo que raspa la garganta y deja pastosa la lengua. Durante el helado invierno londinense, en la librería Booklover’s Corner hay que cargar kilos de novelas ataviado con abrigo, bufanda y sin calefacción, porque si no los vidrios se empañan y los clientes no pueden ver el escaparate. Cuando un posible comprador entra por la puerta, Eric Blair debe mostrar una sonrisa y, la mayoría de veces, mentir. Odia a los clientes habituales, en especial a las irritantes señoras que buscan regalos para sus nietos o a los pedantes compradores de ediciones especiales, esos que acarician el lomo del libro que acaban de adquirir y lo abandonan para siempre en una estantería, donde acumula ese espeso puré de polvo y cadáveres de insectos al que cada día debe enfrentarse este cansado librero. Durante su largo turno de trabajo, debe encargar raros ensayos que nadie vendrá a recoger, rechazar kilos de novelas que un señor con olor a rancio le intenta vender, o encontrar un libro —del que no sabe ni el título ni el autor— que una adorable viejecita leyó hace cuarenta años.

El joven librero y escritor (firmaba sus obras como George Orwell) ha aprendido mucho sobre los compradores —que no lectores, nos puntualizaría— de librerías de segunda mano como Booklover’s Corner. La mayoría piensan que leer libros es algo sumamente caro, por lo que no paran de quejarse de los altos precios, ya que consideran que un escritor es un ser extraordinario que, además de escribir novelas, puede vivir del aire. Muchos de estos clientes acuden a la sección de préstamos de la librería, donde Eric Blair se esfuerza en colocar los mejores clásicos, ya que todavía es joven y no ha descubierto que existen dos tipos de libros: los que la gente lee y los que la gente «tiene intención» de leer. Por eso nadie pide prestado ningún clásico, pero —a la vez— las ventas de las grandes obras de la literatura mantienen una tirada aceptable. Porque hay libros para leer y libros que son cementerios de moscas.

En esas condiciones, allá por 1935, perdió Orwell su amor por los libros. Por los libros como objeto, cabe entenderse: su olor le recordaba a los clientes estúpidos, al dolor en la espalda, a las lacerantes mentiras para asegurar una venta, al frío londinense calando en los huesos. De ese momento en adelante los pediría prestados siempre que pudiera y solo los compraría y los acumularía —polvo, moscas— cuando fuera estrictamente necesario. Su experiencia directa con montañas de libros le sirvió para aprender otra cosa: que la mayoría de las obras publicadas son malas. Muchos de los clientes de Booklover’s Corner venían perdidos, sin criterio para distinguir cuáles libros eran buenos y cuáles no. Buena parte de esa desorientación intelectual estaba causada por la corrupción de los jueces de la literatura, es decir, los críticos literarios. Seres desganados, calvos, miopes y mendigantes, que debían reseñar una decena de libros por semana de los que, como máximo, podrían leer unas cincuenta páginas para hacer un resumen barato, lleno de muletillas desgastadas hasta la vergüenza y elogios tan sinceros «como la sonrisa de una prostituta». Almas que hace tiempo pudieron emocionarse al leer un soneto o una metáfora, pero que habían perdido su entusiasmo y su dignidad a medida que les llegaban paquetes de libros insulsos, frente a los que «la perspectiva de tener que leerlos, incluso el olor del papel, les afecta como lo haría la perspectiva de comerse un pudin frío de harina de arroz condimentado con aceite de ricino». Corruptos que —por presiones editoriales, por desgana, por depresión, por pagar la comida de sus hijos— habían aceptado mentir, decir que un libro era «bueno» aún sabiendo que no lo era para nada, «vertiendo su espíritu inmortal por el desagüe en pequeñas dosis». Y esa perversión del término «bueno», usado cínicamente tanto para calificar a Dickens como para calificar a un empalagoso libreto romántico, era algo contra lo que Orwell lucharía toda su vida. Porque caer en la trampa de que una novela de detectives barata es «buena» nos puede hacer perder, como máximo, algo de tiempo y dinero. Pero una vez que la corrupción del lenguaje se expande más allá de la crítica de un vulgar libro, una vez que el escritor empieza a aceptar la mentira y —poco a poco— a justificarla, una vez que la libertad del intelectual es asesinada por la cobardía, aparece una sombra que es la muerte de la literatura, a la que Orwell miró a los ojos.

«La destrucción de la literatura» es una bomba nuclear contra la cobardía y la traición de los intelectuales, contra los Judas que sacrifican la libertad y se dirigen, felices, al barranco donde se arrojarán como ovejas asustadas. En este ensayo, Orwell empieza con una anécdota que nos puede sonar poco antigua. Corría el año 1945 y el escritor británico participó como oyente en una reunión sobre la libertad de prensa en el PEN Club de Londres. Uno de los conferenciantes defendió la necesidad de libertad de prensa en la India (pero no en otros países); otro se quejó contra las leyes de la obscenidad en la literatura; el último dedicó su discurso a defender las purgas estalinistas. Los participantes —la mayoría escritores— elogiaron unánimemente la crítica a las leyes contra la obscenidad, pero nadie alzó la voz para denunciar el elogio a la censura política que se había proclamado ante sus narices. Parecía más preocupante no poder escribir «pene» en un texto, que el envío de escritores soviéticos al gulag. Orwell debía mirar el espectáculo con una mueca de horror, pero no de sorpresa, ya que —como el polvo sofocante de los libros, como la decrepitud de los críticos literarios— también había experimentado demasiadas veces como la literatura se sometía, gustosa, a la fusta de la política.

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Booklover’s Corner, Hampstead. Imagen cortesía de Orwell Archive / UCL.

Acabada la Segunda Guerra Mundial, el deseo de libertad entre los intelectuales era cada vez más débil, frente al monstruo —terrible, pero a la vez seductor— del totalitarismo. Derrotado el fascismo, la tentación soviética era el gran reclamo entre los escritores europeos: se sumaban a una ideología que se rebelaba contra el orden establecido y que prometía llevar a un estadio donde la igualdad, la dignidad y la riqueza alcanzaran a todos los ciudadanos. Para llegar a esa situación, los intelectuales solo debían hacer un pequeño sacrificio, que —además, les tranquilizaron— solo sería por un breve período de tiempo: debían dejar de lado su libertad y debían mentir. Los que no se sumaron a este «camino a la libertad» fueron señalados y criticados por sus propios compañeros de letras. Los escritores que no estaban de acuerdo en renunciar a su libertad de opinión (era solo por unos pocos años, el resultado sería magnífico, habría valido la pena, ¿qué les costaba?) eran acusados de «encerrarse en una torre de marfil, o bien de hacer un alarde exhibicionista de su personalidad, o bien de resistirse a la corriente inevitable de la historia en un intento de aferrarse a privilegios injustificados». Una vez que la verdad había sido revelada (Orwell usa la certera comparación entre católicos y comunistas: ¿Qué podemos encontrar más parecido a las purgas estalinistas que la Inquisición medieval?) todo aquel que se opusiera a ella era, o un «idiota» y «romántico» por no entenderla, o un «egoísta» y «traidor» por no querer renunciar a sus privilegios burgueses. Todos aquellos que opinen distinto a nosotros «no pueden ser honrados e inteligentes al mismo tiempo».

¿Qué sucedía cuando un escritor renunciaba a su libertad? Que la literatura se iba apuñalando a ella misma. Por un lado, se escondía a la «verdad», ya que esta podía ser «inoportuna» en las condiciones existentes (más adelante se podría decir la verdad libremente, ¿qué importaba retrasarlo solo un poco?) y, por otro lado, el conocimiento y la difusión de según qué hechos podía «hacer el juego» al enemigo y beneficiarlo. Pero no solo se trataba de encerrar en cuarentena a la verdad, sino que también se debía poner en duda la existencia de la verdad de los hechos. Ante una verdad espiritual (las órdenes del Partido), la verdad de la experiencia, la verdad objetiva, es dudosa o, incluso, inexistente. Como consecuencia, si los hechos no son verdaderos o falsos, las mentiras no son grandes ni pequeñas: tiene el mismo sentido decir que una tela no es roja a que miles de campesinos ucranianos no están muriendo por culpa de la hambruna. Son hechos objetivos, por tanto, discutibles: pueden ser abordados más tarde.

Esta genuflexión de la realidad a la ilusión era el gran enemigo de Orwell, un hombre de acción. Su vida y su obra se habían alimentado de la experiencia, y a partir de ella juzgaba la realidad. Él había vivido con los proletarios, él había luchado contra el fascismo, él había sido señalado por el totalitarismo: fundó su pensamiento a partir de la reflexión de la experiencia, no de grandes teorías. Era partidario de la «moral del hombre común», esa que nos avisa de que matar es malo o que ayudar a una viejecita con los paquetes de la compra es bueno. Algo extraño en tiempos en los que la moral era visto como algo secundario o un vestigio de «pensamiento burgués».

La aceptación de la mentira por parte de los intelectuales no solo afectaba a los ensayos o novelas que trataban temas «políticos», sino a todo tipo de literatura. Según Orwell, el peor pecado de una novela es que no sea sincera. Debemos ahondar en nuestra mente y, usando las palabras lo mejor que podamos, transmitir nuestros sentimientos y experiencias. Pero los tentáculos del totalitarismo llegan hasta allí: nos dicen qué debemos amar, ante qué debemos sentir asco, qué nos debe parecer hermoso, qué nos debe entristecer y alegrar. Ante la falta de sinceridad, las palabras pierden su brillo y se marchitan, y Orwell lo sabía. La «ortodoxia» totalitaria quería (como quería con todos los ámbitos de la vida) someter la estética a la política. Orwell no niega que toda obra sea política, pero eso no significa que la belleza, la experiencia y los sentimientos tengan que adaptarse a ella y dejar de ser individuales. Por eso Orwell, que veía a Dalí como un hombre perverso que había triunfado en la vida gracias a la maldad, considera que sería absolutamente injusto decir que no es un gran pintor. La gran trampa estaba en afirmar: «no estoy de acuerdo con lo que escribes, por tanto eres un mal escritor».

En Orwell percibimos una vida grande y activa, aunque siempre rodeada de cierto halo de pesimismo. Era un escritor que veía como sus camaradas de letras tenían miedo de defender su valor más preciado, la libertad, e incluso contemplaba como algunos clamaban fuertemente contra ella. En sus ensayos, Orwell advierte que el totalitarismo puede estar presente en las democracias, cuando se debilita la tradición liberal. Vemos y veremos a mucha gente apropiarse del mensaje de Orwell, hablar de la perversión del lenguaje, de cómo vamos hacia una sociedad totalitaria, de los enemigos de la libertad. Es fácil hacerlo, y queda bonito y rimbombante. Pero hay una enseñanza en Orwell, la más incómoda, que resume su amor por la libertad: fue un hombre plenamente de izquierdas que no usó su pluma para atacar al enemigo, al fascismo, sino a los suyos, al comunismo, a los que luchaban por sus mismos ideales. Orwell se planteó un combate contra sí mismo, defendiendo el derecho de sus enemigos a tomar la palabra y el derecho a decir a la gente lo que no quiere oír. Una lucha contra el miedo a rebatir a un amigo, a dar la razón a un enemigo, a ser insultado y despreciado por no comulgar con ortodoxias propias y ajenas. Encender algo de luz en la oscuridad, aún a riesgo de quemarnos y arder.

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George Woodcock, Mulk Raj Anand,George Orwell,William Empson, Herbert Read y Edmund Blunden en el estudio de grabación. Imagen: BBC.

Este texto está basado, principalmente, en los ensayos de Orwell Recuerdos de un libreroConfesiones de un crítico literarioLa libertad de prensa La destrucción de la literatura. Si me permiten un consejo, les recomiendo disfrutar de los ensayos completos, donde descubrirán interesantes reflexiones políticas, cómo era el hospital más deprimente de Francia, los castigos a los que era sometido el pequeño Eric cuando se hacía pipí en la cama, o cómo hacer una buena taza de té.

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Orgullo nacional: la primera traducción de Han Kang al español se hizo en Argentina, por Martín Felipe Castagnet

La editorial argentina ‘Bajo la Luna‘ tradujo ‘La vegetariana‘ de Han Kang, la autora que acaba de ganar el Nobel, cuatro años antes que en Estados Unidos, y directo del coreano. Los argentinos tenemos que estar orgullosos de haber sido el primer país no asiático en traducir a Kang, mucho antes de que gane el Booker y que empiece su camino de premios hacia el Nobel. Ahora los derechos los tiene Penguin Random House, pero es una gran oportunidad para reconocerle a Bajo la luna su trabajo pionero en publicar literatura coreana.

Este ejemplar es la reimpresión que hicieron en el 2016 cuando ganó el Booker y empezó su segunda vida (como no podía ser de otra manera, publicado por una editorial independiente, lo compré en una librería independiente, Lu Reads).

Además de ser directa del coreano, la excelente traducción de Sun-me Yoon para ‘Bajo la luna’ es muy fiel, algo que no pasó con la posterior traducción al inglés (es una polémica muy interesante en el mundo de la traducción, hay muchos artículos al respecto, como por ejemplo https://www.theguardian.com/…/lost-in-mistranslation…).

Sun-me Yoon también tradujo la mitad de los libros de Editorial Hwarang, la única editorial argentina dedicada exclusivamente a la literatura coreana. Es egresada del Colegio Nacional de Buenos Aires y de Facultad de Filosofía y Letras UBA (¡viva la educación pública y universitaria!). Nació en Corea y emigró a Argentina cuando tenía cinco años. Fue ella quien descubrió el libro de Kang: como suele ocurrir, el traductor también hace de scout para las editoriales.

Además de Sun-me Yoon me gustaría destacar el laburo editorial en Bajo la luna de Miguel Balaguer, Valentina Rebasa y Mirta Rosenberg (nunca olvidadas), Josefina Bianchi & Oliverio Coelho que permitió publicar autores coreanos en Argentina, y hoy el de Nicolas Braessas en Hwarang.

Todo esto me parece relevante en una época donde desde el propio gobierno se bastardea la industria cultural argentina y se fomenta que todo se puede importar desde afuera. ¡No! Tenemos una tradición de pioneros y la mantenemos. Tengo el privilegio de enseñar literatura japonesa en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y desde hace mucho formo parte de varios PI+D sobre traductología e industria del libro.

Dónde se traducen los libros es importante, y que Asia pase por Argentina antes que España es más común de lo que se cree. ¿Por qué es importante dónde se traduce?

1) Por el tipo de castellano que se usa, que cambia la experiencia de lectura; 2) Porque muchas veces las editoriales argentinas hacen de “semillero” de las españolas (como las independientes de las multinacionales, como también en este caso); 3) Las editoriales españolas suelen monopolizar derechos para TODO el mundo hispano, aunque después no distribuyan en Latinoamérica o lo hagan por fortunas sin imprimir acá. Llegar primero permite revender traducciones y asegurarnos de que un libro circule por nuestro hemisferio.

En la actualidad, trabajo en un proyecto con autoras de la diáspora asiática en América y su traducción/bilingüismo: las traductoras son parte fundamental, como pasó con Minae Mizumura en ‘Adriana Hidalgo editora’ (otra autora asiática traducida por una editorial independiente argentina antes que USA y España). En los PI+D UNLP dirigidos por José Luis de Diego estudié también el rol y mecanismos de los premios literarios. No digo nada nuevo acá: el Nobel es denostado por su arbitrariedad y secretismo pero visibiliza como nadie autores por fuera de las lenguas centrales e hipercentrales.

Detrás de la internacionalización literaria (reflejada en las traducciones y los premios) casi siempre está presente el estado. Fíjense los legales de Bajo la luna y la entrevista a la traductora sobre el rol de LTI Korea, y este artículo de hace ya unos años: https://www.newyorker.com/…/can-a-big-government-push…

¿Y en Argentina?

Desde 2009 teníamos el Programa Sur, admirado y copiado por toda Latinoamérica, y este gobierno lo redujo al 10%. Hay plata para alquilar trolls y comprar aviones de guerra, pero ignoran el concepto “soft power” de los países que dicen admirar. https://www.infobae.com/…/reducen-a-un-10-el-programa…/Si algo me dice la experiencia dando clases es que las generaciones más jóvenes leen, ven y escuchan obras de Japón y Corea tanto o más que de países occidentales. Es hora de abrir los estudios más allá de ese paradigma. Hagan fuerza, reclamen, ustedes también son la academia.

(Opinión tomada del facebook del autor)

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Libros y alpargatas

Un libro que le da voz a los militantes de las Ligas Agrarias: Entrevista con Cristian Vásquez. 

El 26 de julio de 2019 se conoció la Sentencia de la Causa Ligas Agrarias, por el cual El Tribunal Oral Federal de Resistencia, condenaba a  la pena de prisión perpetua al ex teniente coronel del Ejército, Tadeo Bettolli, por el homicidio agravado del dirigente campesino Raúl Eduardo Gómez Estigarribia, y la misma pena para el ex agente policial Alcides Sanferraiter por el homicidio agravado por alevosía del militante rural Carlos Picolli. Mientras recibían penas de cuatro y dieciocho años los ex comisarios José Rodríguez Valiente y Eduardo Wischnivetzky por encubrimiento, privación ilegítima de la libertad y tormentos, según cada caso.

En ese marco, y con vistas a recuperar una experiencia rica en organización y conciencia entre los campesinos, María Florencia Contardo y Cristian Vázquez comenzaron a preparar un libro con el objetivo de presentarlo al cumplirse los 50 años de la fundación de las Ligas Agrarias, fundadas el 14 de noviembre de 1970 en el  “Primer Cabildo Abierto del Agro” convocado en Sáenz Peña, Chaco. 

Luego vino la pandemia pero el trabajo prosiguió por zoom. “Pensábamos que era muy importante poder recuperar esos testimonios y ponerlos en valor, no solamente por lo que significaron esas luchas en 50 años, sino porque todos ellas y ellos seguían militando de una u otra manera en diferentes ámbitos”, relata Cristian Vázquez, uno de los autores del libro “A 50 años de las Ligas Agrarias. Grita lo que sientes”, que desde hace un mes está recorriendo distintas localidades recuperando la memoria de un hito en las luchas campesinas argentinas. Cristian es, además, director de la Escuela de Formación sindical Libertario Ferrari.

LCV: ¿Qué queda de las Ligas Agrarias hoy?

—Las ligas, como organización, fue desarticulada por la última dictadura militar. Es decir, si las ligas comenzaron el 14 de noviembre de 1970, podemos decir que concluyeron también allá cerca de marzo de 1976. Pero eso no quita que los hombres y mujeres que formaron parte de esta experiencia organizativa siguieron teniendo otro ámbito de participación y de formación, y siguieron apostando a una sociedad mejor, donde todos y todas pudiéramos ser felices.

LCV: Puede parecer una historia muy setentista, pero también creo que tal como están las cosas hoy deben ser más importantes y más necesarias que nunca, ¿verdad?

—Sí. Te cuento una anécdota. Cuando nosotros estábamos presentando el libro, la primera presentación fue en la CTA y tuvimos el honor de contar con Pérez Esquivel como uno de los presentadores. En ese momento Pérez Esquivel decía que en este momento era más necesario que nunca comenzar a pensar la situación del hambre, que el hambre era una cuestión estructural en la Argentina, y que había que armar algo, una campaña, un llamamiento. En ese sentido se arma el llamamiento “la peor violencia es el hambre”. Y a mí me llamaba mucho la atención cuando se lanza el llamamiento en la Plaza de mayo, hace un mes aproximadamente, un día de mucho frío, estaba Pérez Esquivel, pero también había otras personas que habían formado parte de las ligas. Es decir, su espíritu de lucha y su espíritu reivindicativo sigue alumbrando dignidad más allá de los años. Porque también hay que pensar que hoy esas personas, si en aquel momento tenían 20 años, hoy rondan los 70,80, y aún así siguen militando y participando en diferentes ámbitos.

LCV: ¿Cómo le pega este libro a la gente joven a la que vos le enseñás?

—En verdad, muchos desconocen que había existido esta forma de organización. Porque en la mayoría de los casos, en Argentina fundamentalmente, tengo que decir, hay una idea de que la sociedad argentina es blanca, moderna y europeizada. Dentro de esa cosmovisión no hay lugar para lo indígena, no hay lugar para el campesino, no hay lugar para nada que no se parezca a una sociedad moderna. En ese sentido, cuesta pensar que no hace mucho existió una forma de organización que planteaba la entrega de la tierra, que planteaba cuestiones que tienen que ver con la educación, la salud, valores de la producción de acuerdo a los costos, y que, como su nombre de la radio del programa que estamos aquí transmitiendo, se plantea La Columna Vertebral. Siempre se atendió fundamentalmente al movimiento obrero. ¿Qué pasa? Que es importante, vaya que es interesante tenerlo en cuenta, pero cuando alguien conmemora los grandes levantamientos de la década del 60, principios de los 70, se va el Cordobazo, el Rosariazo, y estas experiencias de organización, que también tienen su valor y también han marcado formas de organización, son desconocidos. En ese sentido, creo que por un lado, a ese desconocimiento de que varios de los estudiantes o jóvenes, con lo cual tengo la posibilidad de interactuar, la sorpresa, y luego esa sorpresa se convierte en la pregunta de por qué no sabemos sobre esta experiencia y el querer saber.

LCV: Yo creo que hay algo más. La extensión y la importancia que tuvieron las ligas agrarias en cuanto a movimiento y en cuanto a experiencia colectiva de trabajo, no ha sido transmitida nunca. Porque es cierto lo que vos decís de la Argentina blanca, pero yo también creo que hay intereses, creo que hay tremendos intereses detrás de esto. Fíjate que ni los ecologistas levantan las ligas agrarias.

—Casi siempre se dice muy acertadamente que la última dictadura militar vino para desmantelar la organización obrera e imponer un nuevo modelo económico y social en la Argentina. Yo estoy de acuerdo en términos generales con esa afirmación. Pero más que el movimiento obrero, creo que vinieron a desmantelar toda forma de organización, y resistencia. Y en ese ‘toda forma de organización y de resistencia’ estaba el movimiento obrero, pero también habían otras experiencias como éstas que engloban las ligas agrarias.

LCV: ¿Dónde encontramos tu libro? 

—El libro salió por editorial La Comarca, se puede googlear y se puede conseguir el libro, pero el libro está en formato digital y también se puede descargar desde la editorial. Porque la idea es que la historia se conozca, que este material sirva para debatir y para encontrarnos, fundamentalmente para encontrarnos y crear ámbitos nuevamente de conocimiento y reconocimiento como parte de una clase, como parte de un pueblo.

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