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Mi primer gatillo fácil, por Ricardo Ragendorfer

La riña había sido desigual: dos roperos –después se supo que jugaban en las inferiores de algún equipo de rugby– contra un muchacho de contextura bien plantada, pero nada más. Fue en una parada de colectivos sobre la Avenida del Libertador, a la altura de la Quinta Presidencial de Olivos. La instancia previa consistió en un ríspido intercambio de palabras, cuando desde una Estanciera los primeros se burlaron del otro por su aspecto algo estrafalario. Todo parecía indicar que éste no iría a salir indemne del asunto. Sin embargo, en menos de un minuto doblegó a sus rivales. Entonces tuvo la deferencia de ofrecerles un armisticio honorable. Ello derivó en una súbita empatía entre los tres hombres, quienes se estrecharon las manos como caballeros. En ese instante, un disparo congeló la escena. Eran las cinco y media de la tarde del 17 de julio de 1966.

Tres semanas antes, Onganía había tomado el poder. 

A pesar de que yo apenas tenía ocho años, el día del derrocamiento del presidente Illia quedó grabado en mi memoria. En parte, por la musiquita del informativo de Radio Colonia que aquel lunes mi padre oía con expresión de tristeza. También recuerdo otra melodía de la época: la cortina musical del programa Titanes en el Ring. Al respecto, estoy en condiciones de afirmar que, a sólo horas del golpe de Estado, El Gitano Ivanoff fue vencido en una pelea de fondo por el gran Martín Karadagián. 

Lo cierto es que por entonces no había nada en el mundo que esperara tanto como los domingos a las ocho de la noche. Era cuando el relator Rodolfo Di Sarli irrumpía en la pantalla del viejo Canal 9 para anticipar la velada. Lo suyo era literatura oral, y de la buena. Su método: cierta exaltación en los adjetivos y una fantasía desbordante, casi surrealista. Hasta bautizó tomas con nombres un tanto categóricos: “el torniquete”, “la tabla marina” y “el tirante japonés”. Incluso había luchadores con alguno de aquellos recursos a modo de marca personal. Como Rubén “El Ancho” Peucelle y su “quebradora”, los “dedos magnéticos” del Indio Comanche y el inolvidable “cortito” de Karadagián. Todo en ese cuadrilátero era posible. Ulises el Griego no era otro que el de La Odisea, pero estaba allí. Iván el Terrible era zar de todas las Rusias, y estaba allí. Al entrar al ring, Mister Chile hacía bailar sus pectorales y bíceps como si tuvieran vida propia. Don Quijote llegaba a lomo de un matungo. Y el árabe Tufic Memet, un gordo envuelto en sábanas, aparecía rodeado de odaliscas. También Jean Pierre, el Beatle Francés, solía presentarse en buena compañía: cuatro groupies que se sacudían al compás de Eight Days a Week. El público aullaba. Yo seguía su campaña con mucha atención. 

Había debutado el 11 de junio de 1965 en un combate contra el italiano Gino Scarzi. Con su melenita inspirada en Paul McCartney y una sólida formación en la lucha grecorromana, el tipo supo cosechar una popularidad vertiginosa. En aquella temporada, haciendo gala de una agilidad rayana con la insolencia, encorvó al Tigre Paraguayo, al campeón nazi Georg Müller y a Barba Roja. Su duelo con El Caballero Rojo fue memorable. Éste lo tenía trabado por la espalda con una “doble Nelson”. Él se zafó para aplicar esa misma llave sobre su rival. Al cabo de unos segundos, quedó nuevamente atrapado, pero luego logró revertir otra vez la situación. Y así, sucesivamente. Como en un paso de baile. Al final, los brazos de ambos luchadores fueron alzados en señal de triunfo. En la tribuna, el delirio era absoluto. 

En el otoño del año siguiente, fui con mi madre a ver Titanes en el Ring al estudio mayor de Canal 9, sobre el pasaje Gelly. Ese lugar no era como el que se veía por el televisor; poseía color, otros ángulos y los relatos de Di Sarli se filtraban desde la distancia como un lejano eco. 

Días antes hubo que ir por las entradas a un local de la galería situada en la avenida Córdoba, a metros de Callao. Fuimos atendidos de inmediato, ya que no había otra gente a tal fin. En esas circunstancias, advertí una silueta junto al pasillo. No daba crédito a mis ojos: era nada menos que El Beatle Francés. Al percibir mi asombro, hizo una sonrisa. Entonces se acercó, antes de inclinarse para emparejar mi estatura. Cruzamos algunas palabras, recibí un autógrafo y un apretón de manos. Quedé mudo por la emoción. 

Ahora transcurría el octavo combate de la noche. El Beatle Francés, tomado por los cabellos, aguantaba el impiadoso castigo del armenio Ararat, una mole de grasa con la espalda peluda y malla de bailarín. Éste descargaba una y otra vez el antebrazo sobre la nuca del rival. Hasta que, de pronto, un palmazo seco le pegó de lleno en la nariz. La montaña humana no acusó el golpe. Pero tres segundos después, los ojos se le pusieron en blanco. Y cayó de bruces. Tuvo que ser retirado. Semejante epílogo hizo rugir a la multitud. En el centro del ring, El Beatle Francés retribuyó las ovaciones agitando un brazo. Aún hoy sigo aferrado a la ilusoria creencia de que llegó a reconocerme y me saludo. 

Lo vi luchar por última vez desde el pequeño Noblex rojo que tenía en mi habitación. Su contrincante: Il Bersagliere, un individuo disfrazado de soldado del ejército italiano. Era el 3 de julio de 1966. Por alguna extraña razón, me es imposible recordar el resultado. 

Recién ahora –a más de diez lustros de aquellos días– pude saber detalles sobre su existencia. El Beatle Francés se llamaba Alberto Korobeinik, tenía 26 años y era el primogénito de un matrimonio judío afincado en la ciudad de Tandil, tras escapar del Holocausto nazi. Alternaba la lucha profesional con el trabajo de estibador en el puerto. Fue en las playitas de Olivos en donde se relacionó con algunos integrantes de la troupe de Karadagián; entre ellos, Juan Enrique Dos Santos (El Gitano Ivanoff) y Rubén Ovidio Piucelli (El Ancho Peucelle), de quien, además, era vecino. Vivía con su mujer, Nelly Argañaraz, en una prefabricada sobre la calle Arenales y el río, de Vicente López. Ella estaba embarazada. 

El 17 de julio, ya en vísperas de dar a luz, se encontraba en un hospital de Florida. Allí estuvo su hombre hasta el atardecer. Luego partió hacia Canal 9. Debía enfrentarse con Benito Durante. 

Ese domingo, poco antes de las cinco y media, el sargento primero de la Policía Federal Ramón Rosario Arellano dormitaba en una garita de la Quinta Presidencial de Olivos. El chillido de una vecina –siempre hay una vecina en estos casos– lo arrancó de la modorra. Ella chillaba con un dedo extendido hacia la esquina. El suboficial, aún adormilado, se encaminó en aquella dirección, ya con la reglamentaria sin seguro en la mano. El tinto del mediodía le había enturbiado los sentidos. En tales condiciones, sólo advirtió tres sombras humanas en actitud incierta. Una de ellas –la de pelo largo– lo habría perturbado más de la cuenta. Fue cuando una bala de su Ballester Molina congeló la escena. 

Alberto Korobeinik, con el hígado partido por el plomo, murió unas horas después. 

Como en las malas novelas, esa noche nació su bebé. 

A su modo, Jean Pierre, el Beatle Francés, se había convertido en la primera víctima de la flamante dictadura. 

Y fue mi despertar en el mundo del gatillo fácil.

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Haroldo Conti y la memoria sin fin, por Oscar Taffetani

En 1987, con la vuelta de la democracia y en un país donde todavía era peligroso recuperar la memoria sobre militantes desaparecidos -fueran ellos escritores, artistas, periodistas o simplemente víctimas de la diáspora y del exilio- participé de un proyecto fílmico inconcluso titulado “La balada de Haroldo”, que se proponía rescatar bajo la forma de una road-movie el itinerario de vida y escritura del imprescindible Haroldo Conti. Filmaríamos (y de hecho, filmamos) en Warnes, en Chacabuco, en el Delta, en Cabo Polonio y Barra de Valizas, entre otras locaciones. Entrevistamos a familiares y amigos del escritor. Consultamos documentos fílmicos, sonoros y gráficos existentes, entre ellos, como pieza medular, el proyecto (inconcluso) del estudiante de cine y fotógrafo Roberto Cuervo titulado “Retrato humano de Haroldo Conti”. No voy a explicar aquí las innumerables dificultades que tuvimos en aquel momento, con Carlos Vallina y otros compañeros de aventura, para conseguir financiamiento de aquel proyecto, que quedó definitivamente inconcluso a mediados de los ‘90. Sin embargo, en el camino, fuimos usando parte del material disponible para pequeños rescates, suerte de golpes de memoria que volvieran a poner sobre el tapete los asuntos de Haroldo, los asuntos de sus compañeros de vida y militancia y los asuntos de su escritura. Un fotograma del film mudo de Roberto Cuervo –por ejemplo- fue utilizado en 1988 para probar que un mascarón de proa tallado por el capitán Alfonso Dominguez en Uruguay, fue arrebatado de la casa de Haroldo cuando lo secuestraron, para ser luego vendido a una tienda de “antigüedades”. Lo que las dos publicaciones en Página/12 que siguen muestran, es la táctica que utilizamos para recuperar sin violencia ese mascarón y devolverlo a sus legítimos dueños. Nada más. Y nada menos. Marta Scavac –que ya no está- y Ernesto Conti –quien por entonces era un niño- testimoniaron su agradecimiento, dedicándome un libro de navegación que tenía Haroldo tras su naufragio en La Paloma, y que aquí también se reproduce. Buena lectura.

Memoria del mascarón de proa
(Página/12, 6/5/1988)

A doce años de su desaparición, Haroldo Conti y su obra forman parte de la “cultura de la desmemoria”.

(Por Oscar Taffetani) No hace mucho una periodista habló de la virtual imposibilidad de acceder a la vasta obra literaria y testimonial de Sarmiento: el “ilustre sanjuanino” ha sido condenado, por falta de difusión y de reediciones, a ser sólo el autor de Facundo y Recuerdos de provincia. En esa nefasta cultura de la desmemoria se inscrihe también el caso —más reciente, más modesto, pero igualmente representativo— de Haroldo Conti, escritor secuestrado de su casa y desaparecido el 4 de mayo de 1976.

Un breve inventario del olvido instalado sobre la vida y obra de Haroldo Conti debería incluir hechos como la escasa reedición argentina de su obra: La balada del álamo carolina y Mascaró, el cazador americano, sus últimos libros, no han vuelto a editarse entre nosotros desde 1975; la novela Sudeste y el relato maestro Todos los veranos duermen en los catálogos desde hace casi dos décadas, lo mismo que valiosos estudios como El mundo de Haroldo Conti (Rodolfo Benasso, 1969).

Ese inventario debería incluir también —en un plano extraliterario— la prescripción o falta de prosecución de las causas abiertas en la Justicia, que afectan tanto a Haroldo Conti como a sus familiares directos (y es uno entre cientos y miles de casos semejantes).

Por último, y con infinita tristeza, el inventario debería incluir hechos como que el mascarón de proa tallado por Alfonso Domínguez en el Cabo Santa María, ese mascarón que Haroldo Conti tuvo colgado en una pared de su casa hasta que Fritz Roy —y en la época del imaginario vapor “Mañana”— hoy cuelga de la pared de una casa de antigüedades de Buenos Aires, con una etiqueta que dice: “Mascarón italiano, siglo XIX”.

El mascarón, impiadosamente “reciclado” por la ciudad (esa ciudad hostil que Conti conoció y describió en sus relatos), completa el cuadro de desaparición forzada de un ciudadano, el cuadro de toda una época del escritor argentino contemporáneo: un cuadro semejante al de Antonio Di Benedetto, fallecido hace un par de años; o al de Daniel Moyano, emigrado en 1976 (ese entre muchos, muchos casos).

Pero hay otra cara de esta moneda —no muy lustrosa hoy, tal vez reluciente mañana—: una cara que podría denominarse, por contraposición, “la verde memoria del pueblo”, en palabras de Conti. Ese país merece también, en esta fecha, un breve inventario.

Se inscribe allí el homenaje que el próximo domingo, 7 de mayo, rendirá a su más destacado escritor la gente de Chacabuco. Será representado en el teatro “La balada del álamo carolina”, hablarán algunos familiares y amigos, un grupo cumplirá con el rito de visitar el añoso álamo, el campo de Warnes.

Fotogramas de una película inconclusa por falta de financiación

Y no puede dejar de inscribirse el proyecto fílmico, La balada de Haroldo, largometraje sobre la vida y la obra del narrador de Chacabuco. Ese largometraje incluirá fragmentos de un inconcluso e inédito documental filmado por Roberto Cuervo en 1975. El director del proyecto, Carlos Vallina, ha manifestado su intención de filmar “la vuelta a Itaca de aquel Haroldo-Ulises que un día partió hacia Buenos Aires, las islas y el océano, pero que no dejó de regresar, obstinadamente, en sus textos”.

Su familia, entonces, que no olvida; el pueblo de Chacabuco, que no lo olvida y esa parte de la Argentina que no olvida a quienes, como Harodo Conti, la amaron profundamente, son la Penélope y el Telémaco de esta historia: la tierra a la que siempre se vuelve, el país del álamo carolina.

Aunque el mascarón del “Mañana” no pueda vialar el próximo domingo a Chacabuco, por un circunstancial extravío en Buenos Aires, alguien recordará la promesa escrita por su dueño en la última página de un libro: “…ese ángel que está naciendo (el mascarón) colgará para siempre de una pared de mis casas; dondequiera que yo vaya iré con él, abriendo camino”. El país del álamo carolina es un país donde las promesas tarde o temprano se cumplen.

Mascarón de proa tallado por el capitán Alfonso Dominguez en Uruguay, secuestrado junto a Haroldo Conti de su casa, restituido a sus herederos gracias al trabajo de investigación de un grupo de jóvenes periodistas.

Rescate del mascarón de proa
(Página/12, 28/5/1988)

Después de doce años, un “Angel” que pertenecía al escritor Haroldo Conti volvió a ocupar su lugar de origen.

(Por Marta Scavac) Cuando terminaba abril, Oscar Taffetani me comentó sobre la posibilidad de ubicar el mascarón. Según los datos de que disponía, el Ángel podría estar colgado en una casa de antigüedades de la Capital. Oscar me pidió calma y confianza hasta tener la información precisa.

He aprendido que muchas veces la paciencia ayuda a obtener mejores resultados. Me prometí recuperarlo. Ignoraba el modo, y una sucesión de incógnitas me atravesaba. Dueño, lugar, reacciones, consecuencias, logro, fracaso, todo se conjugó en un torbellino que por poco me deja sin vesícula (cada uno tiene su tripa de Aquiles).

Es 4 de mayo y Oscar me llama temprano para decirme que ese es nuestro día-rescate. Ana, una pintora amiga ha localizado al Angel. Fabián, otro amigo, lo ha fotografiado. Con la escribana Gloria Barrandeguy, a quien pedimos para cubrir la forma legal, marchamos hasta el lugar.

(Por razones que luego se verán, me valdré de un par de nombres figurados y de una referencia imprecisa para continuar con la historia.)

“Lleva más de 11 años colgado aquí… no es posible… esto es para un cuento de Bioy Casares… entonces, los que hicieron la venta eran los… no puede ser.”

“Sí puede ser. Es, señora. ‘Botín de guerra’… ¿Qué le sorprende tanto? ¿Acaso no han llegado a comerciar con los niños? ¿No puede entenderlo? Comprendo. Yo tampoco”.

La circunstancia era inédita. No teníamos derecho a perturbarnos con quien no conocíamos; pero tampoco se podía ser excesivamente incauto o confiado. Se sabe y no se debe olvidar que los “astices” nos rodean, “obedientemente” libres.

—No tengo nada que ver… no es mío… es prestado.

La miniprocesión, un tanto extrafalaria, se dirige entonces hasta el sitio —otra tienda de antigüedades— donde se encuentra el “depositario”, y a quien llamaremos Requena.

—¡No, no, no puede ser!… yo no tengo nada que ver, por favor no me confundan con “esa” gente. Nunca me había pasado algo así en los tantos años que llevo en esto… me engañaron, eran unos miserables ladrones. ¡Pero si yo fui a la casa a comprarlo!

—¿Qué casa? ¿Dónde?… Acaba usted de mencionar mi casa, señor, la que nos robaron, la que permaneció ocupada por extraños, la que no me ha sido devuelta porque la justicia no ha alcanzado entre nosotros —palabras de un juez— una “agilidad” acorde con los derechos elementales de los ciudadanos argentinos.

—Pero… y ahora… ¿Qué quieren ustedes? Yo lo pagué muy bien, y en dólares. No puedo perder todo. No es justo.

—No quiero ser injusta con usted señor Requena pero no puedo pagar esa cantidad por mi Mascarón.

—¡No es suyo, es mi Mascarón! Yo lo pagué, soy un comprador de buena fe…

—Correcto. Pero desde ahora, usted ya no sería un vendedor de buena fe. En todo caso, el Mascarón no es ni suyo ni mío. Es de un desaparecido, de un hombre del pueblo que ha decidido llevarlo siempre con él. Hasta que lo secuestraron, hasta que se lo robaron.

—Bueno, señora, comprendo. Él tendría sus ideales… yo no tengo la culpa…

—Señor Requena, ¿de qué lado está usted?

Oscar y Gloria tratan de aflojar la tensión y ofrecen alternativas en el lenguaje que suponen que un comerciante entiende. Infructuosamente… Decidimos dejar algunos días al señor Requena, dejarlo a solas con su conciencia. Por si aún estuviera muy dormida, Gloria dejó una copia del acta notarial y Oscar promete publicar en un diario, sin detalles, el incidente.

Dos días después, vuelvo a la tienda de Sonia a ver al Angel, aunque sea a través de la puerta cerrada. Me sorprende la dueña, que viene de darle de comer a un gato por el patio trasero de la casa. Me invita a pasar y me siento en una silla pequeñísima, rodeada de toda clase de objetos antiguos; el gato se acomoda en mi falda y duerme. Un cliente del barrio pasa y le regala masitas a esa señora a quien llamaremos Sonia. Compartimos exquisiteces y vivencias. Ella también lleva su marca por el pasado de horrores. Antes de irme saludo al Angel que sigue colgado en la pared

Camino hacia lo del señor Requena. “Marta, si algo me pasa te pido que salves la máquina de escribir (la vieja Royal con la que escribo estas líneas) y el Angel, al que querés tanto como yo”.

(La máquina Royal fue rescatada por mi padre en un acto de segundo amor, en el amanecer del 5 de mayo de 1976, junto con mis cuadernos y con la perrita, que en la próxima primavera cumplirá 16 años; ya ciega como el Mascarón.)

“¿Qué pensará el señor Requena y su feriado propio?”, me digo.

—Sí, sí, yo también recurriré a un abogado. Legalmente puedo pelear…

—Escuche en silencio todo su alegato legítimo (¿legítimo?).

—Yo no quiero ser injusta, pero sólo puedo ofrecerle pagar en cuotas el dinero que usted ha invertido, no sé…

—Marta (comienzan a jugar los duendes en esta historia), quiero que sepas que no soy insensible a todo lo que han hecho estos bárbaros. ¿Vos sabés que todos los años, cuando las Madres hacen su ronda de 24 horas, yo voy a la Plaza? Averigüé sobre tu marido. Ahora sé todo lo que les ha pasado. Te restituiré el Angel. Fijate que es como si te hubiera esperado 12 años. Tres veces estuve a punto de venderlo. Las tres veces falló la operación. ¿Casualidad? Me gustaría leer los libros de Haroldo y me gustará ver la película, cuando la terminen. Solo te pido que este gesto no sea utilizado por la prensa. Debe ser anónimo. Preservá mis datos y los de Sonia. Sabés… después de todo estoy contento, aunque sufra mi bolsillo.

(El Mascarón fue restituido a sus dueños el día 11 de mayo de 1988. Mi hija Miriam, mi hijo Ernesto y yo, tres náufragos sobrevivientes de aquella noche de 1976, lo llevamos de vuelta a casa, en espera de futuras navegaciones.)

La hermosa gente de los muchos caminos existe. Gracias Requena, Sonia y todos. Desde algún lugar, Haroldo Conti los abraza. Ayer, 25 de mayo, fue su cumpleaños.

“El Derrotero Argentino”, dedicado a Oscar Taffetani por Maite y Ernesto Conti.

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Gorriones de los diarios, por Oscar Taffetani

Cada 7 de noviembre, en homenaje al dramaturgo Florencio Sánchez, se celebra en la Argentina el Día del Canillita. No viene mal recordar los orígenes de ese “trabajo infantil” del siglo XX, que luego la misma evolución tecnológica y el cambio de hábitos general fue convirtiendo en algo diferente (hoy los canillitas son kiosqueros que venden diarios y cualquier otra clase de productos, en las veredas). Hoy incorporamos al Archivo de LCV esta exquisita celebración a los últimos resplandores del periodismo gráfico y de su público lector, publicada en APe en el 2010.

Florencio Sánchez y sus canillitas

Si se calla el cantor / se quedan solos / los humildes gorriones de los diarios” (De una canción que popularizó Horacio Guarany)

El dramaturgo (y anarquista) uruguayo Florencio Sánchez bautizó “canillitas” a esos pibes flaquitos que andaban siempre con las canillas (las pantorrillas) al aire, algunas veces con los pies descalzos, voceando los diarios en las calles, en los tranvías y los trenes. Florencio murió muy joven en Italia, el 7 de noviembre de 1910.

Una leyenda dice que fue La República -versión rosarina del diario fundador de Manuel Bilbao- el primer medio del país que contrató pibes para la tarea de vocear y vender. Aquel diario del Litoral tuvo a Lisandro de la Torre como director y a Florencio Sánchez como único redactor.

Los canillitas de fines del siglo XIX y comienzos del XX terminaban casi siempre siendo buenos lectores, ya que los militantes y organizadores anarquistas se preocupaban por enseñar a leer (y a escribir y a vivir) a los más chicos.

Diarios y revistas, como es de imaginar, no les faltaban. Pero también leían los canillitas de antaño los libros de Eliseo Reclús, Bakunin y Kropotkin; los de Baroja, Unamuno, Zola y Malatesta, junto con las aguafuertes y viñetas que desgranaban cada tarde periodistas como Florencio Sánchez, Roberto Arlt, Carlos de la Púa y los hermanos Tuñón. Los canillitas de Buenos Aires, liderados por uno que se hacía llamar “Diente”, fueron capaces de hacer una colecta para pagar la edición del libro La musa de la mala pata, del Malevo Muñoz.

Los pibes de los diarios solían juntarse de madrugada en las llamadas fondas del pinchazo, en las que pasaba la olla con el puchero y cada uno capturaba lo que podía. Allí confraternizaban con periodistas y escritores, con rufianes y muchachas de los cabarets. Cuando cargaban los cosacos (así le decían a los gendarmes a caballo), eran los canillitas quienes más les hacían frente, porque los conocían, y los llamaban por sus nombres. A veces, los gorriones escondían, mezcladas entre las sábanas de La Prensa o La Nación, las hojas flamígeras de El Obrero, La Protesta o La Vanguardia.

Por eso los apuntó como “semilla de la discordia” el Dr. Luis Agote, que en 1919, cuando argumentaba por segunda vez a favor de la Ley de Patronato (el primer intento había sido en 1909), propuso sacar de las calles a lustrabotas y vendedores de diarios e internarlos en institutos de menores, “ya que esos niños -textual- empiezan como canillitas y terminan como canallas”. La argumentación enmascaraba toda una estrategia para apropiarse de los hijos de las mujeres anarquistas y socialistas que habían osado poner en cuestión los dioses y los ídolos de la República del Centenario. Una estrategia parecida (aunque tal vez más cobarde y sombría) se utilizó durante la última dictadura, para apropiarse de los hijos de los combatientes y militantes desaparecidos.

Aquella certera Ley Agote, que apuntaba al corazón de la conciencia política y de la protesta social en el país, proyectaría su larga sombra (y su ideología) sobre la legislación posterior, hasta entrado este siglo.


Tiempo de monopolios

Cuando comienza a tener vigencia en el país la llamada Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, un instrumento que limita y controla la acción de los monopolios, es oportuno preguntar si no sería necesaria una ley específica para los medios gráficos de comunicación.

Hoy diarios como Clarín, Olé, La Razón, La Voz del Interior y Los Andes, forman parte de un mismo grupo económico. Otro tanto pasa con Infobae, La U, Hoy, El Argentino y Tiempo Argentino. Y son sólo dos ejemplos, entre muchos posibles. Por eso, con el mismo espíritu con el que fue elaborada y sancionada la ley de medios audiovisuales, debería impulsarse la aprobación de un instituto equivalente para los medios gráficos, que involucre a los distintos actores del sector y que proteja derechos y libertades que son continuamente amenazados por la acción de los trusts y los monopolios.

Actualmente, los diarios no se vocean. Ya no se oye por la calle el grito estentóreo de los canillitas, anticipándonos los titulares de Crónica y La Razón, de Crítica y El Mundo. Hoy las pantallas de la TV y las carteleras digitales hacen el trabajo. Y en las bocas del subte, cada mañana, podemos encontrarnos con una muchacha o un muchacho que nos entregan sin mucha convicción algún diario gratuito. Es que el cantor -que nos disculpe Horacio Guarany- no se ha callado. Pero sí están callados (ay, qué tristeza) los humildes gorriones de los diarios.

La alegría volverá, estamos seguros. Volverá en otro envase, pero volverá. Y la risa de los pibes se descolgará desde las ramas de los árboles, junto con el canto de los pájaros. Y se filtrará por las rendijas de bares y subterráneos. Y será furia a veces. Y otras, canción de cuna. Con las manos a la altura del pecho, desde un bronce hoy perdido en los barrios del Sur, Florencio Sánchez nos mira.

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Publicado con el título “Florencio y los gorriones de los diarios” en APe, el 3/08/2010

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Postales Menemistas/1, por Hernán López Echagüe

En tiempos en los que el menemismo se ha puesto de moda y es reivindicado por el gobierno, es bueno refrescar la memoria. A partir de hoy, reproduciremos algunos de los artículos de Hernán López Echagüe recopilados en el libro Postales Menemistas, editado por Perfil.

Los nuevos gringos

Crónica publicada por la revista Acción en marzo de 1995.

Danilo huele a una de esas bebidas dulceamargas que se toman de pie en los bares de estación. Tiene veintitantos, grandes ojos oscuros, el pelo liso, azabache. Dice haber sido campesino en la ciudad paraguaya de Fernando de la Mora, a contados kilómetros de Asunción. Al caer la tarde recorría los naranjales y los limonares en una bicicleta herrumbrosa; la tierra era amable y había olores y un verdor demasiado vivo que él, crédulo, suponía suyos.

La geografía del Buenos Aires que conoce, hecha de andenes y vagones derruidos, plata de a ratos, puertas infranqueables, tipos de mirada recelosa, andamios, mezcladoras, cal y más cal que le taladra el cuerpo, se le antoja un presente de morondanga.

—Todos te discriminan. Y el que no, es para cuidarse.

Carcajea. Habla torpemente. Le temblequean las manos. Dice que los tremores comenzaron a asaltarlo hace siete, ocho años, cuando por vez primera estuvo de cara a uno de esos argentinos abiertos y generosos que promueven una eficaz servidumbre.

—Una obra en Caballito. El capataz me recibió bien. Me dijo que para trabajar era necesario firmar un recibo en blanco. Es la regla, me dijo —se encoge de hombros y se pone a mirar la plaza Constitución a través de los cristales del bar—. Son las reglas y yo las acepto, ¿a quién me voy a quejar? ¿De qué voy a trabajar?

A su lado, curtido por su vida de extranjero andariego y la familiaridad con la miseria, Patricio deja escapar un grunido. Dice:

—El Negro tiene razón. El que no te discrimina es porque quiere aprovecharse. A mí, porque soy chileno; a vos, porque sos paragua, y a ella le echa una mirada de reojo a María Luz porque es bolita y encima mujer.

-Linda collita – lo corrige ella. Así me llama la señora Laura.

-Vos tenés suerte – Danilo se remueve en la silla y lanza una risotada-. A mí, cada vez que se me va un ladrillo, el hijoputa ese de Mandrini me grita “¡Negro de mierda, te lo voy a descontar del jornal!”.

Patricio se entusiasma:

-Saben lo que me preguntó la gorda que maneja el taller de costura donde trabajo? Me preguntó: « ;Seguro que no sos carterista? Porque todos los chilenos que conozco son

carteristas” -menea la cabeza con resignación, apura un largo trago de cerveza–. Gorda huevona.

Ahora los tres ríen. Hacen chocar los vasos; intercambian burlas. Dan la impresión de haberse conocido tiempo atrás y sin embargo ha sido la curiosidad malsana de un periodista lo que los ha reunido aquí, alrededor de una mesa de fórmica amarilla y patas chuecas, en un bar de Constitución. Juntos son un horizonte humano que a pesar de su densidad permanece oculto. Un enjambre de cuerpos a la deriva.

—Linda collita —lo corrige ella—. Así me llama la señora Laura.

—Vos tenés suerte —Danilo se remueve en la silla y lanza una risotada—. A mí, cada vez que se me va un ladrillo, el hijoputa ese de Mandrini me grita “¡Negro de mierda, te lo voy a descontar del jornal!”.

Patricio se entusiasma:

—¿Saben lo que me preguntó la gorda que maneja el taIler de costura donde trabajo? Me preguntó: “¿Seguro que no sos carterista? Porque todos los chilenos que conozco son carteristas” —menea la cabeza con resignación, apura un largo trago de cerveza—. Gorda huevona.

Ahora los tres ríen. Hacen chocar los vasos; intercambian burlas. Dan la impresión de haberse conocido tiempo atrás y sin embargo ha sido la curiosidad malsana de un periodista lo que los ha reunido aquí, alrededor de una mesa de fórmica amarilla y patas chuecas, en un bar de Constitución. Juntos son un horizonte humano que a pesar de su densidad permanece oculto. Un enjambre de cuerpos a la deriva.

—Linda collita —bromea Danilo.

—Negro de mierda —dice María Luz sin enderezar la mirada.

—Suerte que no vino ese coreano —celebra Patricio.

—Amarillo de mierda —dice ella.

—¿Ves? También discriminás —se enoja Danilo.

—Yo no —María Luz lo mira con sus ojos selváticos; es linda, frutal—. Ellos discriminan, porque vienen acá con plata y ponen negocios y le chupan la sangre a todos, a ellos mismos y a cualquiera de nosotros. ¿Por qué? Porque ellos tienen documentos y nosotros no.

Li Hung, propietario de una lencería del Once, había sido invitado a la reunión.

—No tengo tiempo. Trabajo todo día. Tengo tres hijos y necesito plata. Tenía un boliviano que me robó mucho. Tenía paraguayo que robó tres metros de tela. Hablamos después en el negocio —dijo en un castellano chapurreado.

Pómulos anchos, piel terrosa y un pelo largo y llano de una negrura intacta. Tiene el aspecto de mujer liera, habituada a vivir en guardia. María Luz tiene una de esas inteligencias sin dobleces, exclusivamente femenina.

—Llegué sola, hace un año, un año y medio. Cuando vi la ciudad me quedé fría como un muerto. ¿Ustedes saben lo que es Tarija? Ahí es para hombres, trabajan en el petróleo. Llegué acá y vi los trenes, los autos, la gente. Todo se movía sin parar. ¡Los subtes! —crispa las manos; parece de veras asustada—. Ahí no me meto ni muerta.

Hoy ha resuelto meter su cuerpo delgado en un vestido negro, corto, opaco, repleto de flores amarillas y rojas. Su carne exhala un perfume agrio, apenas matizado con un aroma de pinos embusteros.

—No seás miedosa. El subte es lindo. Ahí abajo uno está tranquilo, la ciudad no existe, aunque te miren mal, pero ahí somos todos igualitos, estamos toditos enterrados —dice Danilo y se persigna aparatosamente. Si querés —le echa un guiño—, te llevo a dar una vuelta.

Ella no responde. Sus pensamientos están suspendidos en algún punto inidentificable, situado, probablemente, entre Tarija y el Obelisco. Continúa hablando:

—Primero me fui a Escobar, a la casa de un tío de mi padre. Parece una ciudad boliviana. Está lleno de bolivianos. La comida es boliviana, la ropa es boliviana. Trabajé de jornalera en una quinta y no aguanté. Doce horas, todos los días, y unos pesitos que no me alcanzaban para nada. Me dolía todo —se pone a estrujar una servilleta de papel entre las manos—. Una amiga me dijo que probara en una feria de Lomas de Zamora, de bolivianos. Me aceptaron en un puesto que vendía zapatillas. Estuve dos meses trabajando ahí, viviendo de regalada en la casilla de una chica de Santa Cruz, soltera, con cuatro chicos, hasta que por suerte me dijeron del mercado de Primera Junta.

Hace una pausa, toma unos sorbos de cerveza.

—Sí, el mercado de trabajo —dice Danilo.

—Ahí te cagan lindo —se mete Patricio.

Ella procura sonreír. Por primera vez parece ligeramente incómoda.

—No —dice cansadamente. Nos mira fijo por un rato y después añade—: Lo que quieras, pero me dieron trabajo. La cosa es los sábados a la mañanita. Está lleno de bolivianas como yo. Nos paramos, como en un desfile, y ahí vienen las señoras y eligen. Te miran todo. Las piernas, los brazos, hasta se acercan para olerte. Después te hacen la oferta: cuatrocientos, quinientos pesos, cama adentro, nadita de hombres y un franco a la semana.

—¿Ni un viajecito en subte? —porfía Danilo.

Nadie lo ha escuchado. Es que en la puerta se ha detenido un patrullero. El policía que maneja echa un vistazo aburrido hacia el interior del bar. Danilo se agarra la cabeza, entorna los párpados.

—Buscan al carterista —dice con voz impostada y se entrega a una risa ahogada por el tabaco.

—No, huevón. Quieren al paragua que chorea ladrillos —dice Patricio.

—Cincuenta pesos y los arreglás —dice Danilo.

—¿Sí? Dos días de trabajo. Ni loco —dice Patricio.

El patrullero parte. María Luz agradece a la virgen y se incorpora.

—La señora Laura me llevó así, de una muñeca —se ha puesto a caminar con el brazo derecho estirado, rígido, como si una fuerza invisible la arrastrara hacia la puerta. Regresa y se deja caer en la silla, continuamente abrazada a una bolsa de plástico—. ¿Qué iba a hacer? ¿Salir corriendo de nuevo para Escobar? No. Allá son buenos, pero ya tengo veintidós años y la señora Laura no me trata mal. Los quinientos me alcanzan.

—Doce horas por día y saco setecientos, setecientos cIncuenta. Algo le mando a mi mamita, en Mora. Con esa plata nunca me voy a poder ir de la casa de Chacabuco —dice Danilo—. ¿La conocen? La tomada. Somos siete familias en tres cuartos viejos. Pero nos arreglamos.

—Yo me tengo mi cuartito. En el taller, en Godoy Cruz, en Pacífico, cerca de ese puente gigante que hay, ¿vieron? Me lo dio la gorda. Doscientos por mes, y me los descuenta de la costura —cuenta Patricio.

Patricio es retacón, de cuerpo vigoroso. Lleva puesta una remera blanca con una leyenda que él mismo bordó con hilo rojo, brillante: “Yo amo Temuco”. Debe de medir un metro sesenta. Pelo crespo, corto, negro; cara redonda, desprovista de grietas o signos que tornen posible aventurar una edad. Quizá veinte, acaso treinta años o más. Ocho, sí, son los que lleva viviendo en esta ciudad imposible de apresar, donde el albedrío de las voces, el capricho de las luces y del ocio y los amigos no es más que puro cuento.

—En Temuco era otra cosa. ¿Vieron cuando uno, después del trabajo, cansado, sí, pero cuando uno volvía del trabajo y sentía que todo era una mierda pero al menos uno era de ahí? Nada más me traje las manos de mi madrecita —pone las suyas sobre la mesa: unos dedos alargados, hábiles, maduros—. Ahora coso, y bien. No me pregunten por qué. Coso y me pagan un peso la prenda. Con suerte, treinta pesos por día.

Maquinalmente, María Luz y Danilo se observan sus manos como si estuvieran examinando un artilugio. Están ajadas, llenas de hendeduras.

—¿Qué querés? Lavandina, detergente, jabón… —dice ella.

—Me gustaría verte manoseando cal todo el día —dice Danilo.

Patricio ríe. Se frota las manos.

—Manos de pianista, huevones —dice—. O de carterista. Como quieran. Pero ahora cosen, y bien.

Juntos, María Luz, Danilo y Patricio parecen una verdadera célula latinoamericana, un temerario grupo comando cuyo principal propósito es la búsqueda de documentos, trabajo, alimentos y agua.

La charla se torna nostálgica; los recuerdos afloran. Temuco, Fernando de la Mora, Tarija. Ciudades que los alumbraron y un buen día les dieron un mazazo en la cabeza.

—No es cosa de un gobierno —dice Danilo. Porque los gobiernos pasan, de todos los colores, pasan y siempre nosotros quedamos igual, abajito, como en el subte —vuelve a echarle un guiño pícaro a María Luz—, sin aire, sin comida, encerrados con gente que nos mira como bichos raros.

Todos asienten y, tras dejar en claro que las tres cervezas corren por cuenta de la revista, comienzan a levantarse. Ya en la puerta de la ochava, Danilo les propone a María Luz y Patricio un baile inolvidable.

—Tengo un amigo en la Casa Paraguaya. Hay peñas. Yo los hago entrar, quédense tranquilos. Ahí no tienen problemas con los carteristas y las collitas.

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