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Los fantasmas de una isla acorazada

Qué quieren que les diga, hoy no estoy para andar levantando ánimos. Un día extremadamente gris, en un país extremadamente gris, con muchas personas extremadamente grises, en un tiempo extremadamente gris, dentro de un mundo tan gris como el cielo, el país, las personas y el tiempo.

Con mi padre, que revolotea en mi planeta desde hace unos días, solía tener charlas de filosofía infantil que imagino conformaron buena parte de mi ser. Le gustaba contarme el origen de las palabras, y estaba fascinado, como buen filósofo, con las palabras alemanas. Para mí eran palabras mágicas. Una de ellas, romántica por demás, era Weltschmerz, él decía que no había en español algo igual, lo más parecido podía ser angustia o tristeza, pero que literalmente significaba ‘dolor de mundo’. Es decir, lo que podemos sentir al comprender que el mundo físico real nunca podrá equipararse al mundo deseado. Hoy parece que le han puesto un significado psicológico a la impronunciable palabreja que tanto utilizaron románticos y literatos como Lord Byron, Oscar Wilde, Baudelaire o Leopardi. En la actualidad se la considera casi como una previa a la depresión. Creo que había algo más, era la mera conciencia de que el mundo no tiene porqué ser justo ni bueno ni bello.

¿Por qué el mundo no puede ser justo ni bueno ni bello? En principio porque el mundo es como es, y no hay tu tía. Y los hombres también son como son, y no están haciendo las cosas más fáciles. A pesar del bienaventurado progreso, son efímeras las épocas de euforia y alegría.

No estoy hablando del mundo de hoy, en el que sobran ejemplos de guerras, mezquindades y locuras tecnológicas. Estoy hablando de una sensación casi inherente a la sensibilidad humana. Imaginemos que hace poco más de medio siglo se inventaban hornos gigantes para masacrar pueblos enteros y sacarlos de la faz de la tierra.

Valga como consuelo saber que no somos las únicas víctimas de un tiempo cruel. La historia está hecha y deshecha por tiempos crueles, llámense holocaustos o guerras bárbaras, o dictaduras de todo tinte y color. Claro que lo peor es que todos esos sufrimientos causados a la humanidad siempre fueron llevados a cabo bajo a argucia de que el futuro sería mejor. Un mal necesario. La idea del progreso figura entre las causantes de tanto espanto.

Hoy nos sumimos en el dolor del mundo no sólo por muertes evitables y totalmente injustas (ustedes dirán, hay muertes justas?  No sé, pero hay otra palabra alemana muy curiosa que parece estar de moda en estos tiempos, en las que junta dos sentimientos contradictorios, muchas de las inventivas alemanas expresan algún oxímoron. Aquí se encuentran unidas por ese hilo mágico el dolor y la alegría, y la palabra es Schadenfreude cuyo significado es: “alegría de que le pase algo malo a otra persona”. Es irónica y sutil. No le desea el mal a nadie, pero advierte que si eso ocurriera, se sentiría feliz. Y a no ser hipócritas, quien no tiene que reprimir una sonrisa ante alguna desgracia. )

Para entender a qué me refiero con dolor de mundo, les voy a contar un cuento que, como ocurre con toda buena serie: ‘está basado en hechos reales’.

LA ISLA FANTASMA

Había una vez una pequeña isla ubicada en un límpido mar. Apenas seis hectáreas que se elevaban, orgullosas entre el cielo y el agua, con distintos tonos de verdes y amarillos en sus ojas y animales que pocos hombres llegaron a conocer. Pájaros migrantes que saltaban del continente a la isla con suma facilidad ya que bastaba volar unos pocos kilómetros. Una isla sin nombre que, al parecer, no había tenido vida humana.

Todo cambió en este lugar paradisíaco cuando a finales de 1800 un emprendedor descubrió que la isla sin nombre se levantaba sobre una mina de carbón que yacía a unos 200 metros bajo el mar. Fue así que llegó una empresa, que tenía el bello nombre de “Tres diamantes” para explotar semejante tesoro. Lo primero que hizo fue amurallarla para que no la afectaran las grandes olas y los tifones. A partir de entonces, allá por 1890, esta isla indómita comenzó a llamarse Gunkashima, que quiere decir ‘Isla del Acorazado’ por su forma y la gran muralla que la rodeaba.

La empresa de los tres diamantes se dedicó a explotar el carbón. No hubo más verde ni pájaros ni olas. Creció un pueblo entero, con edificios tan grises como el día de hoy, en donde se amontonaban miles de obreros unos sobre otros. En condiciones casi esclavas, debían bajar a las profundidades del mar para extraer el carbón, el oro negro que enriqueció a los 4 diamantes de la bandera conquistadora. Como si fuera una escena de Metropoli, incalculables filas de personas bajaban todos los días doscientos metros bajo el mar por una fina escalera a la que llamaban ‘La autopista del infierno’.

En la década de 1950 vivían allí casi seis mil personas, apiladas en departamentos de diez pisos. Construcciones laberínticas enroscadas entre patios, pasillo y escaleras, en las que no faltaban escuelas, restaurantes y lugares de diversión. Enorme cárcel amurallada. El lugar más poblado de la tierra. La isla sin nombre pasó a conocerse como ‘la isla sin verde’.

Claro que nada es para siempre en este mundo. Un día, el carbón dejó su estelar lugar en la producción y fue sustituido por el petróleo. Los trabajadores que habían entregado su vida, incluso en medio de una guerra mundial, porque la empresa se empezó a dedicar a hacer aviones de combate, quedaron de un día para el otro en banda, desbandados como los pájaros migratorios. La isla fue abandonada por completo en 1974.

Como anticipé, la historia es absolutamente real. La isla se llama hoy Guhashima y queda a pocos kilómetros de Nagasaki. La empresa de los Tres Diamantes es Mitsubishi (que significa 3 diamantes en japonés). Guhasima y Nagasaky son parte del atractivo turístico de ese archipiélago de Japón. Las guías los invitan a conocer:

“Guhashima Island una isla desierta que en el pasado fue un próspero pueblo minero donde vivían familias y los trabajadores extraían carbón de las minas submarinas. Hoy en día, solo hay edificios industriales cubiertos de maleza, viviendas de trabajadores en ruinas, un santuario sintoísta desierto y una escalera subterránea acertadamente llamada “Autopista al infierno”. La isla ha estado abandonada desde que se cerró la mina en 1974 y ahora es una zona turística muy visitada. Las historias que rodean a esta isla fantasmal son muchas, incluida la de que los prisioneros de guerra chinos y coreanos fueron utilizados como trabajadores esclavos en la mina durante la Segunda Guerra Mundial. La isla también ha sido escenario de varias películas, incluida la película de Bond Skyfall.Con sus casas de hormigón desiertas y el muro que lo rodea frente al Mar de China, ¡este es un lugar que no debe perderse!”, dice uno de los folletos con suma admiración.

Y los viajeros que andan por allí tampoco pueden evitar ir a Nagasaki, ciudad portuaria en la que el 9 de agosto de 1945 a las 11:02 am, Estados Unidos lanzó la segunda bomba atómica de la historia. Un museo emplazado en la isla que ‘a través de imágenes sonoras, escritos e historias, da la impresión de entrar en otro mundo. Dado que gran parte de la historia de Nagasaki gira en torno a este evento, definitivamente vale la pena visitar el museo.’

Supongo que es inútil contarles la moraleja de este cuento. No permitas que destruyan la naturaleza en busca de fortuna. Llegará un día en que las minas estén vacías y sus trabajadores abandonados a la mano de Dios. Solo quedará un museo. Cada vez son más los museos del exterminio que se suman a las maravillas del mundo.

(Columna de Laura Giussani Constenla, emitida en el programa La Columna Vertebral-Historias de Trabajadores, el lunes 27 de mayo de 2024)

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Editorial Nora

Hoy: Las cosas por su nombre

Mientras el vocabulario se reduce, la realidad de diversifica. Con el humor que la caracteriza, Nora Anchart ofrece una lección para enriquecer nuestros discursos con sinónimos y antónimos. En un mundo que nos quita la sonrisa y las ideas, vaya este momento de radio de La Columna Vertebral-Historios de Trabajadores, del lunes 26 de agosto de 2024

Editorial musical:

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Nadie, nada, nunca

Semana tras semana nos encontramos en éste planeta. Mi planeta, nuestro planeta. Y, a modo mío, les cuento lo que ando pensando, sintiendo, recordando. Por lo general, todo empieza con una idea, y tengo que encontrar las palabras justas para decirla. Esta semana fue al revés. Todo empezó con tres palabras, indescifrables, inconexas, que se conjugaban de manera perfecta. Durante varios días se aparecían como un mantra involuntario. Estaban allí, escondidas, con ganas de decir algo. Ellas, yo no. En realidad, yo no sabía que querían expresar.

Esas tres palabras eran: Nadie, nada, nunca. Sí, cómo el título de la novela de Juan José Saer. Novela que no leí. Quiero decir, no era Saer quien me llamaba, eran esas tres palabras exactas, potentes, devastadoras. La negación en su máxima expresión. Una opacidad que no llegaba a ser tristeza, apenas la revelación de un estado de ánimo en el que la ausencia prevalecía.

Nadie.

Nadie se hace responsable la patética realidad que nos toca vivir. Nadie votó a nadie, pero, sobre todo: nadie gobernó, nadie menospreció a la Patria, sí, ese que era el Otro, y en tanto Otro tenía sus propias ideas, porque la Patria era el Otro ¿o no?. Por otro lado, nadie deseó que ese otropatria se muriera de una vez porque era un bueno para nada.

Nada.

Nadie es responsable de nada. Ni presidentes ni ministros. Mucho menos funcionarios o empresarios. Ni qué decir de periodistas o intelectuales. Pasamos de ‘La Patria es el Otro’ a ‘La culpa es del Otro’. Quedamos a la deriva. En especial los pichis que nunca le creímos mucho a nadie y andabamos de centrifugado en centrifugado, intentando sobrevivir a tanta Patria y a tanto Otro. Los que supimos ser nada, tanto para los unos como para los otros. Los nadies o los nadas. Y así seguimos. Nada que hacer ¿Impotencia? ¿madurez? ¿depresión?

¿Quién sabe? Ganas de quedarse callado. Conciencia de que todo lo que hagas o digas puede ser usado en tu contra. Nada que decir. Shhh. Silencio. Las palabras nada importan. Si ganaste una pelea, si luchaste y conseguiste tu objetivo…shhh, no lo digas. Silencio. A menos que quieras que la voz del amo te castigue por bocón. Shhh. ¿Qué hacer, entonces? No alardees, no hagas olas. Que nadie se entere. Prohibido avivar giles.

Nunca pasó ésto. Ignoramos si ese silencio, esa sensación de impotencia, ese aislamiento servirá para algo. Nunca lo sabremos. Aunque imaginamos que de esta forma nunca cambiaremos nada, con suerte sobreviviremos, sí. En grupitos silenciosos. Tiempos de terrorismo de la imagen y el silencio.

Nadie, nada, nunca. ¿Qué querría decir Saer? ¿De qué habla su novela?

La busco, recorro rápidamente sus páginas en busca de alguna respuesta y encuentro un párrafo al azar que parece hablar de nuestra realidad, de cómo nos sentimos. Dice así:

“Una sensación vagamente enfermiza, irreal, donde todos los personajes están paralizados por un horror que no les ataca directamente. Donde flota un halo de desconfianza y de estupor, como si se temiera que los animales sacrificados sean símbolos o incluso preámbulos. Se repiten párrafos, frases, descripciones, las veces que haga falta para obtener el efecto preciso. Un efecto mísero y miserable. Turbio e inquietante. Los bidones semienterrados, los neumáticos tirados en el suelo, a nadie le preocupa esa estampa. Nadie quiere manifestarse ni dar un paso adelante, todos parecen querer ampararse en el anonimato antes que hacerse notar, para peor.”

Vivimos una era de silencio repleta de palabras huecas. Puro ruido, ninguna idea.

También es cierto que existe un mundo subterráneo. El mundo real, en donde hay derrotas, tristezas, desesperación, angustia, pero también victorias, alegrías y esperanzas. Pero de esas, mejor no hablar. Un día, estallará el silencio.

Columna de Laura Giussani Constenla, emitida el 19 de agosto de 2024 en La Columna Vertebral-Historias de Trabajadores, por larz.com.ar

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Editorial Nora

Con San Cayetano en la piel

Frente a una nueva Marcha en reclamo de Paz, Pan y Trabajo, Nora Anchart recupera su infancia en Liniers, las procesiones, su comunión y el sentimiento religioso profundo que implica esa devoción. Un editorial desde el alma, como siempre, con los pies en la tierra y los trabajadores como protagonistas. En primera persona. Así, recorre la vida del Santo, la suya propia y la de todos los que año tras año se arriman por un milagro. “Pero los milagros no se esperan, los milagros tenemos que hacerlos nosotros”. Luces y sombras, con la dictadura de fondo y la voz de Ubaldini.

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