En la primaria, cada vez que estrenaba un pantalón gris, esos sin mucha personalidad que se usaban para ir al colegio, mi mamá o mi tía Sol me hacían los dobladillos. Esta técnica impedía que ensucie las botas del pantalón mientras caminaba en el propio colegio o en el camino de regreso a casa. Se había hecho costumbre el ver acortarse el pantalón luego de comprarlo. También recuerdo el primer pantalón chupín -o bombilla, como le decían mis papás- que me compré y que tuvo que llevarse mi tía para achupinarlo más. Antes de eso, lo sentía demasiado holgado. Como un chupín no chupín. Mi tía siempre se ocupaba de remendar la ropa para que pase de ser un “no me gusta cómo me queda” a un “¡ahora sí me queda!”. Ella siempre mejoraba las cosas para que sean cómodas y agradables.
En el marco de la última edición del Festival Internacional de Buenos Aires (FIBA), en el que se pueden ver año tras año producciones nacionales como internacionales en distintos teatros de la ciudad, me acerqué a ArtHaus para ir a ver El punto de costura, de Cynthia Edul.
Tuve el placer de conocer esta obra en el hermoso taller “Des/archivar la escena”, dictado por Sol Putrino, que recomiendo con entusiasmo. En él hablamos sobre la noción de biodrama y otras obras que trabajan con archivos personales y registros de otras obras.
La obra comienza con Guillermina Etkin ante un micrófono haciendo sonidos con materiales que se despliegan en una mesa a la derecha del escenario. En esa misma descansaba una máquina de coser. El público miraba y escuchaba absorto a la manipulación de las telas y agujas por parte de Etkin. Estiramientos, rasgados, apertura y cierre de una cremallera, cortes de tela. Transcurridos unos minutos, Edul, quien estaba sentada a la izquierda frente a otra mesa larga, comenzó a leer el texto de la obra. En su mesa estaba dispuesto un telar y, frente a Edul, unos cuantos libros. Materiales textiles y palabras.
“Los incas usaban los nudos para escribir, llevar la contabilidad y conservar la memoria (…). El quipu se parece a la escritura porque tiene ocho millones de combinaciones posibles de cuerdas, nudos y colores. Los hilos son unidades semánticas”, Cynthia Edul
En el 2019, Cynthia Edul narró su viaje a Siria en su libro La tierra empezaba a arder: Último regreso a Siria. En esta obra, recuperará la historia familiar de sus abuelos, que vinieron desde Siria a Argentina en busca de trabajo y mejores condiciones de vida. Pero la obra no solo trata de la historia familiar. Tampoco trata solamente de la tradición, la discriminación hacia el inmigrante (Edul leerá fragmentos de notas de la revista Caras y Caretas que ilustran esto), el trabajo, ni de cómo la autora tuvo que hacerse cargo de la empresa textil de su familia durante la pandemia. La trama de la obra aparece entrelazada con la historia del textil, de la escritura, los viajes hacia el origen y las historias de lucha y resistencia de distintos pueblos.
El punto de costura también es un relato que entreteje referencias bibliográficas, que Edul lee de cada libro presente en la mesa, de distintos autores como Roland Barthes, Didier Eribon, Homero, Sylvia Molloy, Juan José Saer, entre otros. Una obra hermosa que emociona. Me encontré en varios momentos sollozando, conmovido con las palabras que Edul leía. Imposible no encontrar algo de la obra que interpele, que resuene en el propio cuerpo, que haga vibrar el textil que cubre el pecho con cada pálpito. Pálpito como el que emula el sonido que realiza Etkin en un momento de la obra y que retumbaba en la sala.
Un momento hilarante de la obra es aquel en el que se enumera las distintas expresiones y frases populares que involucran palabras del vocabulario textil, como “no dan puntada sin hilo”. “Los textiles están por todas partes. Todos los pueblos hilan o tejen”, dice Edul al comienzo de la obra de teatro, así como también al principio del libro. El texto de esta hermosa obra lo editó este año Tenemos las máquinas bajo el nombre La primera materia, en alusión al textil, aquello que está acompañándonos desde el origen de nuestra vida. Lo valioso de que exista el libro es que en la obra se mencionan una serie de datos históricos y de personajes provenientes de leyendas y mitos de distintas culturas. Pero también un gran número de citas sobre lo textil y la escritura que dan ganas de archivar en la memoria. Información que dan ganas de retenerla y de atesorar, porque el modo en el que enhebra e hilvana la narración Edul es digno de admirar.
*Si al terminar de leer esta reseña, te quedaste con ganas de ver esta profunda obra, acá te dejo el link para sacar las entradas. Quedan una función: sábado 23/11 a las 22:30 ¡Yo que ustedes no me la pierdo!
“Elogio de los fantasmas”: breve tratado sobre lo material, por Marquisse
Nuestro joven trotamundos cultural, Marquisse, hoy nos recomienda un cortometraje de Facundo Rodriguez. Imagenes con las que el espectador dialoga, incopora y reflexiona.
El año pasado fue uno de esos difíciles. Mientras deseaba terminar finalmente la tesis de licenciatura mi viejo estaba muriendo. Desde diciembre de 2022 a la fecha de su muerte en junio del año pasado, nos habrán llamado cuatro o cinco veces diciéndonos que se iba a morir pronto. Crisis. Caos general en la familia. Duelo anticipado. Despedidas. A la vez, mi tesis tenía que ver con el duelo, la memoria y los espectros. Menos de medio año después de su muerte, terminé de escribirla (con el férreo apoyo de mis amistades, mi tutora de tesis y mi familia). Al comienzo de la defensa de la misma, que llamé “Nuestros muertos. Espectros en el cine documental argentino”, dije ante mis profesores y algunos amigos que la tesis era un homenaje a él.
Hace un tiempo tuve la suerte de ver el último corto de Facundo Rodríguez, “Elogio a los fantasmas” (2024). Esta obra participó del 39° Festival Internacional de Cine en Guadalajara y en la segunda edición del “Syncro Film Fest”, que se realizó en Buenos Aires. El corto comienza con planos de distintos elementos de una casa a oscuras, semi iluminada por la luz del día que parece filtrarse y penetrar en el lugar. Después, una foto que tiene lugar en una celebración. Un hombre y una mujer sostienen el mismo cuchillo para cortar una torta mientras a la derecha de la foto, y detrás de la pareja, dos chicas se abrazan y parecen estar bailando. La voz en off de Facundo explica que para él es una foto inaugural de una temporada nebulosa. “La foto es también una porción de lo que sucedía en ese momento. Un instante mínimo que queda para la posteridad como la representación de todo un tiempo”, dice. La imagen va poniéndose fuera de foco de manera progresiva.
Así comienza esta búsqueda del fantasma de su madre, la mujer que protagoniza aquella fotografía, por la casa en la que se suicidó. Luego de que la leyenda “¿Cómo invocar a los fantasmas?” aparezca en plano, llevará a cabo un ritual con velas y objetos de su madre para invocarla, pero sin resultado. Los objetos son: una placa de la columna, “una lista de deseos y autopromesas”, una serie de mandalas, un video de Joan Manuel Serrat y la carta de despedida. “Objetos donde encuentre aquello que no aparece en la foto”, sostiene. La indagación sobre los objetos nos va dando una idea de cómo era la madre de Facundo, cuáles eran sus deseos y cuáles fueron sus últimas palabras dirigidas a sus familiares. En su búsqueda del fantasma, el realizador le preguntará a la abuela y a su hermana si creen en los fantasmas. A esto, la primera le responderá que el fantasma quedó en su casa. En un momento del corto, el realizador cuenta que no podía subir a la terraza de la casa porque estaba copada por “plantas monstruo”, a las que también se conocen como “mala madre”. Pero cuando logra subir, nota que aquellas plantas invasoras habían abandonado la terraza.
“Elogio a los fantasmas” finalmente concluye como lo que su título augura. La dedicatoria, ubicada en el último plano, reza: “a lxs suicidas / a lxs fantasmas”. Un relato que contiene videos familiares, fotografías, cartas y mensajes de audio por Whatsapp. Puede pensarse que se trata del plano material dialogando con el inmaterial. O precisamente del encuentro de estos dos planos. Acaso sean categorías que se reúnen. Como en los planos que muestran los almohadones de un sofá, imágenes de grietas en las paredes de la terraza, las sombras en la casa.
Mientras miraba por segunda vez el corto, anoté la palabra “liminalidad”, que me resonaba del taller de Vir Cano que hice hace dos meses. Lo liminal es aquel espacio de transición, con carácter de umbral, de fronterizo. El plano detalle del almohadón superior y el inferior del sofá puede ser leído como punto de encuentro a pequeña escala del resto de la casa. Dos elementos que se conectan, dejando un resquicio. Pienso en lo material y lo inmaterial. Cómo parecen dialogar en estos planos en los que solo cabe lugar para el sonido ambiente, haciéndose evidente la ausencia de voces humanas dentro de ese espacio hasta que aparece la voz de Rodríguez Alonso. Pienso en la idea de lo espeluznante, que según Fisher tiene que ver con una “falta de presencia”, asociado a lugares donde “no hay presencia cuando debería haber algo”. Pienso en cómo hay algo del duelo que parece intransferible. Y finalmente pienso en cómo parece, de algún modo, emparentarnos a quienes sufrimos pérdida/s.
*De este realizador hay dos cortometrajes disponibles, ambos hermosos, para ver. Aquí debajo dejo los links:
El cine en casa: Una pastelería en Tokio, por Marquisse
De chico amaba el momento de ver películas con mi familia. Mi mamá nos preparaba a mis hermanos y a mí pochoclos dulces o panqueques caseros con dulce de leche para engullir mientras mirábamos alguna peli alquilada en el videoclub El taller. Eso sucedía siempre horas después de sumergirnos en una búsqueda y tanteo por los títulos que ofrecía aquel lugar que se me antojaba un paraíso. Cientos de nombres distintos, con sus letras de tipos y tamaños diferentes que se podían leer en los lomos de los estuches donde estaban guardados los videocasetes. Cada película podía durar 90, 100, 110, 120, 150 o 180 minutos. Pero este tiempo, para mi yo pequeño, había que multiplicarlo. Porque una vez que alquilábamos una película y estaba en casa durante un día o un fin de semana (creo recordar que El taller cerraba los domingos, con lo cual si alquilabas un sábado la podías devolver recién el lunes) era moneda corriente el verla más de una vez.
El caso es que esas noches olían a pochoclos, vainilla, manteca y dulce de leche. Para mí el cine era eso: historias que miraba en la tele y postres. Dos elementos que se conjugan muy bien en Una pastelería en Tokio (2015), el film de Naomi Kawase que abarca la incorporación de Tokue, una tierna señora, a la pastelería que lleva adelante Sentarō, un hombre algo amargado. Cuando Tokue se acerca al pequeño local de comida por primera vez y le explica a Sentarō que vino por el puesto laboral, el señor teme que ella no dé abasto. Ella insiste en que puede manejarse con las tareas, pero no hay caso. Tokue se despide del hombre, para volver al día siguiente con un recipiente con dorayakis caseros.
El dorayaki es una suerte de pastelito relleno de anko, un dulce hecho con porotos aduki. Dulce que la señora Tokue afirma que sabe hacer muy bien, algo que luego Sentarō (tras probar sus dorayakis) confirmará. Así es que la sonriente y agradecida señora, que saluda a los árboles y animales a su paso, queda contratada. Pero para hacer el anko, ambos tienen que estar a primera hora en el negocio. Y ahí es cuando Tokue le explica a Sentarō que el preparado del dulce de porotos lleva muchas horas, porque “hay que dejar que los porotos se acostumbren a la dulzura”. Y en esta escena, donde radica una de las metáforas más bellas del film, la señora agrega “es como una primera cita, la joven pareja debe hacer amistad”.
La película, como el anko, parece irse cociendo de a poco. La temporalidad de la señora, con su paciencia, su detenerse en las imágenes del afuera y su entusiasmo por lo que otros considerarían fútil, dan realmente ganas de contagiarse de esa manera de ver el mundo. En tiempos donde la crueldad pareciera ser moneda corriente, esta historia se erige como una inyección de vida. Hace unas semanas terminé A sangre fría, de Truman Capote. Sé que traer a colación esta novela non-fiction sobre el asesinato a sangre fría de una familia en Estados Unidos parece descabellado, y hasta irónico si recién hablaba de vida, pero juro que tengo un punto. En un momento del libro, Capote escribe que Bonnie (la madre de la familia asesinada) dice: “Cuando era niña -le dijo una vez a una amiga- creía firmemente que los árboles y las flores eran como los pájaros o las personas. Que pensaban cosas y hablaban entre sí. Y que nosotros podíamos oírlos y lo intentábamos, realmente. Sólo había que dejar la cabeza vacía de todos los demás ruidos. Quedarse muy quieto y escuchar intensamente. A veces, todavía ahora lo sigo creyendo. Lo que ocurre es que nunca se consigue estar lo suficientemente quieto…”. En un momento del film, en un gesto bello, Tokue saluda a las flores del cerezo luego de terminar su turno en la pastelería.
El mes pasado me mantuve atareado entre la mudanza a mi nueva casa, el cuidado de la gata de mi amiga Sol y la adaptación al nuevo hogar. De fondo, claro, la preocupación siempre latente -y ahora más aún, por el mero hecho de ser trabajador estatal- por la subsistencia. Esta es la primera película que vi en mi nueva casa, en mi nuevo cuarto. Si bien estaba subida al sitio web de Lumiton, está disponible en la plataforma Mubi. Como Bonnie, pude quedarme quieto durante dos horas y ver esta película. Aunque no estaba con mi familia, comí un alfajor Bon o Bon para cumplir con el dulce ritual del cine. Ayer vino mi mamá y mi hermano Fran a conocer el departamento. Merendamos una torta de vainilla casera con dulce de leche que acompañamos con unos mates. La dulzura transmitida por ellos y la de saberme acompañado en esta nueva etapa me reconforta. Quizás tanto como Tokue lo estaba mientras cocinaba los dorayaki. Mientras escribo estas líneas una idea se me presenta: hay que conseguir “estarse lo suficientemente quieto” de tanto en tanto.
Paula Basalo: “Todas tenemos un pedacito de cada mujer”
Entrevista a Paula Basalo una de las protagonistas de la obra de teatro“Vestido de mujer” quien nos cuenta no sólo de qué se trata esta hermosa puesta en escena sino también su historia de vida, de trabajadora de la cultura.
Una obra para no perderse, en la que siete mujeres, con la única escenografía de siete sillas, entrelazan poesías, canciones y nos cuentan las vida de otras siete grandes: Alfonsina Storni, Cris Miró, Raffaella Carrá, Camille Claudel, Rosa Parks, Carmen Amaya, Lola Flores, Chavela Vargas, Camila O’Gorman vendrán en cada función. Todas ellas.