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La V Columna | Cómo un artesano de huesos de ballena alumbró la independencia de América

Había una vez un artesano, como Geppetto, pero éste no era italiano ni hacía muñecos de madera, vivía en una aldea inglesa y hacía algo rarísimo: corsets con huesos de ballena.(después preguntale a tu mamá qué era un corset). Nuestro Gepetto inglés, en 1737 tuvo un hijo y lo llamó Thomas. El niño siguió el oficio de su padre. Con dedicación pulía los huesos hasta convertirlos en un aparato que convertía a las damas en sílfides con cinturita de avispas. A los 20 años decidió ir a probar suerte a Londres. Allí conoció a una mujer, hija de abogados, con quien se casó, y descubrió que existía también los hacedores de leyes y reglas. Se cansó de las ballenas y sus huesos y más aún de las mujeres y sus disfraces y decidió incursionar en los misterios de las oficinas y los burócratas (que siempre los hubo).

Se convirtió en recolector de impuestos aduaneros y descubrió un mundo incomprensible en donde nadie hacía nada pero se llenaban de plata. Algo raro para un artesano, hijo de un quakero lleno de principios. Así fue que decidió escribir lo que veía, continuar con un oficio más artesanal y palpable, ya no con huesos de ballenas sino con palabras. Por eso escribió su primer cuento político que se llamó: “El Caso de los Empleados de Aduana”. Buen título para una novela de suspenso. Ya estábamos en 1772, empezaban a aparecer las primeras chimeneas, el campo y los artesanos cambiaban de color, el mundo parecía caer en pedazos, la pobreza azotaba las calles de todas las ciudades, y al buen Thomás no se le ocurre nada mejor que poner al mismísimo rey de Inglaterra como el ogro. Los males del mundo provenían de este buen hombre al que le gustaba llamar  “el real bruto de Inglaterra”.

Muchos se descostillaron de risa al leerlo, a otros se les prendió la lamparita, y Thomás, obvio, perdió el trabajo.

Desolado, sin un peso, creyó que era el fin. Pero no, resulta que era el principio. Por esas cosas de las letras, conoció a un tal  Benjamín Franklin, que ya tenía experiencia en esos abatares de los libros y lo convenció para irse del país. No es fácil, imagínense tener al Rey de enemigo. Lo recomendó a unos amigos que tenía en América, la del norte, y lo puso en un barco. Allí cambió su historia.

Quiso la casualidad, o el destino, o las chimeneas que empezaba a aparcer, que llegara a norteamérica en pleno proceso revolucionario. Querían deshacerse de las garras del rey bruto. Se puso a escribir de manera frenética, artículos revolucionarios. Hasta que llegó el momento de su primer best seller: Sentido Común, se titulaba. Vendió más de 100.000 copias en 1776. Y lo tradujeron al francés. Escribía claro y directo, y fue la lectura preferida de granjeros, campesinos y artesanos. Su mensaje era simple: nada bueno podía darle la monarquía a las colonias. Y mientras señores muy serios, con monoculares, trajes y togas, discutían variantes sobre cómo hacer la independencia pero no tanto, Thomas el artesano les decía simplemente que se saquen al rey de encima. Con puro sentido común, difundía que lo mejor que podíamos hacer es vivir libres, con una democracia de asambleas.

Thomas Paine, de golpe y porrazo, se convertía en una fuente de sabiduría. Un agitador revolucionario a quien vivaban trabajadores de todo tipo. Ni él podía creer su fortuna cuando en 1780 lo nombran Secretario de la Asamblea del Estado de Pennsylvania. Fiel a sus ideas, escribió y logró que se aprobara, la primera ley en la historia de Estados Unidos que declaraba la emancipación de los esclavos en Pennsylvania. 

Claro que la vida seguría deparándole sorpresas al joven Paine cuya principal virtud fue el sentido de justicia y una ingenuidad basada en la fé que le tenía al hombre. Tres años después de esa épica Ley, y de que su libro siguiera vendiéndose en todo el continente, se encontraba nuevamente en la absoluta pobreza: había resignado todos sus derechos de autor en concordancia con sus ideas libertarias. Pidió ayuda económica al Congreso y se la negaron. Otra vez en la vía. Volvió a Inglaterra pero allí estaban persiguiendo a palo limpio a todo lo que oliera a revolucionario o popular. Y llegó 1789, el año de la Revolución Francesa y Thomas Paine parte a París en donde escribirá su principal obra: “Los derechos Humanos”. Un poderoso compendio de sus ideas artesanales en donde critica la tradición y exhalta el derecho de cada generación a darse los principios que se le canten. Y establece que el verdadero derecho de los ciudadanos no depende ni de su riqueza ni raza ni privilegio adquirido. El derecho le proviene por ser humano, nomás. Algo totalmente original para la época, que cayó de maravillas en la Francia revolucionaria. Otro Best Seller que vendió centenares de miles de copias. Convertido en el intelectual de la revolución lo llamaron para redactar la nueva Constitución francesa.

Con todo ese éxito encima decide regresar en 1802 a Estados Unidos en donde la Independencia ya era un hecho desde el 4 de julio de 1776, y los nuevos poderosos no querían saber nada con alguien que quisiera agitar a los artesanos, granjeros y trabajadores.

El 8 de junio de 1809 muere en la más absoluta pobreza el gran ideólogo de nuestra lucha por la independencia: Thomas Paine. Pero su pensamiento seguía vivo.

El General José de San Martín compró decenas de sus libros para el cruce de los Andes, porque también creía en la formación de sus soldados, lo que hoy llamaríamos: formación de cuadros. Y no era el único, otro libertario irredento como José Gervasio Artigas también lo tenía como escritor de cabecera.

Después de todas sus proezas, San Martín y Artigas, murieron como Paine: exiliados y pobres.

Moraleja: Aunque te quieran hacer creer que sos un perdedor y que pensás cosas rara, quizás te conviertas en un prócer, ignorado en su época y exaltado en la historia.

Dijo Bertrand Russel de Thomas Paine: “Para nuestros tatarabuelos era una especie de Satán terrenal, un infiel subversivo, rebelde contra su Dios y contra su rey. Se ganó la hostilidad de tres hombres a quienes no se suele relacionar: Pitt, Robespierre y Washington. De éstos, los dos primeros trataron de matarle, mientras el tercero se abstuvo cuidadosamente de salvar su vida. Pitt y Washington lo odiaban porque era demócrata, Robespierre, porque se opuso a su régimen del Terror. Su destino fue siempre ser honrado por los pueblos y odiado por los gobiernos”.

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